César Rito Salinas
Era la reina de la hoja de laurel
de la barbacoa roja (algo había de antiguas diosas),
del repollo
cilantro
del limón partido por mitad.
Su impero, digo,
comienza y termina donde todo gran imperio
comienza y termina,
en una larga mesa.
El pelo recogido
Trae algo de donna del Renacimiento
pintada por Rafel
Toda reina
guarda
discreto encanto
expuesto a los ojos.
Presta materia a la imaginación.
Emperadora con fuertes dientes.
Capitana
gobernanta
de mano firme.
En su imagen hay un exceso de realismo
cierto aire sobreactuado.
Como si ella fuera una pintura.
Era el mercado de Tlacolula,
febrero loco,
era la hora de la tarde.
Tarde bermeja que agota su luz
en su frente.
Sobre campos de agave.
Tierra yerma que reparte
Justos tajos
de polvo y silencio,
olvido,
desgracias.
¿Quién pudiera saber
que en la hora del destino
aparecería
la reina?
Nadie podrá decirlo.
Cansados viajeros preguntan
¿habrá comida?
¿Qué pregunta es esa?
El anafre arde de rescoldos,
la mujer -anónima aún-
discutía de cobranzas
con su personal.
No habrá reina sin recursos
ni habrá recursos
que crezcan
del descuido.
La reina atenta sabedora de su imperio.
La supe reina, majestad
Frente alta
Arriba
de la barbacoa.
Por estas tierras santas la barbacoa ha de ser
de lo que debe ser,
de chivo.
Gobernanta de antojos ella,
sabedora de su arte.
Sin mediar palabra mandó servicio,
huestes del aire.
Ejército de aromas,
dotado con servicios especiales
de los colores.
La blanca sal hizo fino trabajo,
el astuto limón usó de puente
las finas líneas
del repollo.
Y el cilantro, paje de reyes,
concretaron la conquista.
Terminado el festín
-toda batalla llega a su final-
no hubo huesos
que cantaran su derrota.
Humilde pedí el indulto.
La tarde bermeja ardía ya
sobre el ancho valle,
anunciaba milagros,
crímenes,
venganzas,
sacrificios.
Algo tendrá esta tierra que canta.
Quizá para no olvidar
celebra
las ofensas,
los hartos ultrajes.
Pareciera la tarde
espacio de la memoria
que nunca olvida.
Dispuesta ya a cobrar venganza
La tarde bermeja
dejó pasar
el aire
helado.
“¿Me permitiría una foto?”
Desde luego -dijo la reina- pero sin teléfono.
Mi rostro dijo cosas,
lástimas.
andrajos,
Estalló la risa como ríen las reinas
ante los súbitos,
plena de pulmones con todos los dientes.
Y yo, la foto, el teléfono
hechos un mar equivocaciones.
¿Qué más puede hacer un poeta
ante su majestad?
Aguardaba la hora
enrojecida.