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viernes, noviembre 22, 2024

El ejercicio de escribir una escena narrable

Reportajes

César Rito Salinas
Podemos oír el ruido
que hace la sierra en la tabla
WILLIAM FAULKNER, Mientras agonizo

¿Hasta dónde llega tu gobierno?
Hasta la noche en la calle.
El viento repite tu nombre.
El polvo de la madrugada se acuesta con la música, te extraña. Luces son rojas y azules, parpadean.
La carretera se alarga.
A esta hora las piedras recuperan su luz azul mineral. La cubeta rueda en el patio, se llena de golpe y golpe. En el techado gime la antena del televisor. La radio portátil es un círculo de espera que despliega su onda corta en busca de noticias tuyas. En la tapia el gato escaldado busca amparo en la luz que sale de la ventana. La casa entera es una seña que arde en la noche.

El deseo está más allá de la vergüenza. El hombre mira con descaro la axila poblada de la mujer junto a los muros de cristal en la terminal de autobuses. La gente entra, pasa, llega, se marcha. La gente. La mujer y el hombre permanecen sentados en la banca roja. El hombre hace que escribe en la libreta; la mujer como un esquite que humea. En un momento la mujer le sostiene la mirada. El hombre supone que la mujer bajará el brazo del respaldo para ocultar su axila sin afeitar. Ella no lo hace. En el fondo del corazón del hombre que hace que escribe en la banca roja desea que la mujer que se sienta a su lado haga un escándalo, lo increpe por el descaro de su mirada; que llame a la policía, que lo acuse de acoso sexual.
El hombre quiere mostrar ante quien quiera verlo que está vivo, que su cuerpo está poblado por el deseo. La mujer calla, no baja el brazo, sostiene la mirada mientras come los granos de maíz cocido. Sabe bien de la fuerza de su rostro enmarcado por cejas espesas; que sus cejas anticipan lo poblado de su sexo para el hombre.
Me gusta la imagen.
La tomo con la yema de mis dedos.
Mi cuerpo, mi persona por los caminos próximos y lejanos con una bolsa al hombro repleta de botellas de mezcal. Se aproxima a esta otra imagen: un hombre recorre los caminos del Mississippi con una carreta tirada por dos mulas necios, en el fondo de sus pensamientos está el recabar todas las historias que caben en el trayecto mientras ejecuta su comercio de máquinas de costura, entre páramo y páramo, todo esto mientras en el fondo de su corazón está tierno el latir de las noticias.
Todo esto lo escribí una tarde en que me dolía la encía donde me extrajeron una muela. Me dolía la muela que ya no tenía. Un dolor verdadero, que iniciaba en el vacío de la encilla y subía por mi cabeza, se metía por el lado izquierdo de mi corteza cerebral y salía a la altura del pabellón de mi oreja. Así, grande recorría el lado izquierdo de mi cabeza. De mi oreja a la coronilla. Y vuelta a empezar.
La mandíbula, el puño, los dientes. Todo se crispa sobre el dolor. El dolor es el espacio donde extiende mi cuerpo, mis pensamientos, las horas. No hay posibilidad de escapatoria. El dolor es una cárcel grande, un pozo oscuro donde brillan mis ojos atemorizados.
Todo se crispa mientras escribo.
Este crisparse todo forma una puerta, una salida, la luz del túnel donde crece el espacio vacío de la muela extraída. Este sufrimiento trae su dosis de dicha. Como esas mañanas de resaca cuando el sólo hecho de pensar en la copa siguiente gusta al cuerpo todo, le otorga un futuro de placer. Así esta escritura apretada por mis mandíbulas, mordida.
La escritura se crista y emerge, en mi mandíbula, mi mano, el puño y la muñeca de mis manos.
Sobre mis hombros, la espalda. La espina dorsal, mi culo. Las nalgas. Hago la escritura con el cuerpo apretado. Hasta que mis músculos de los brazos ya no aguantan más, como si cargara un gran navío sobre los océanos. Las piernas tensas, la mirada en angustia que espera ver el final de todo esto.
Como un monstruo que emerge de las aguas oscuras de un lago. Mi cuerpo avanza y sostiene, carga la escritura mientras ella sale de mis manos como en un forzado parto de madrugada cuando nadie te puede ayudar a parir, nadie quien te escuche, te socorra. En este malparir que soporto veo una luz, una esperanza al final de todo esto.
No creo en el punto final.
Creo en la escritura de cuerpo que se expande o contrae, agranda y crece sobre mis ojos, mis orejas, mi aliento.
La escritura es el vaho que empaña el cristal de la ventana en madrugadas frías. Cargo y resisto, aguanto por el placer de verter el peso y encontrar descanso a todo este traslado, este movimiento de la carga.
Entonces río y bromeo, brinco y bailo, lleno de vida. En la tierra donde nacieron mis padres hay una forma de descanso para recibir el fresco de la tarde, sacar el butaque a la puerta de la casa. No es que el aire sea más fresco en ese sitio, la puerta de la casa, la calle, no. Lo que otorga mejoría es la posibilidad de conversación con la gente que pasa. Recibir el tormento del calor sobre el cuerpo y su pobreza es un castigo doble, inhumano.
Conversar con otro te otorga amparo, fuerzas, esperanzas.
Escribir con el dolor de muelas metido en mi alma es sacar el butaque a la calle. Esperar ue alguien pase y abrir la boca, conversar. En un tiempo fuimos peces, todo mejora cuando se abre la boca y hablamos. Mejora el tiempo y el cuerpo, el exterior y la angustia que mueve su cola en el pecho nuestro.

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