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sábado, octubre 19, 2024

El vigilante asesino

Reportajes

César Rito Salinas
El tiempo que corre lento sobre las piedras del arroyo te deja en claro: ninguna guerra otorga ventajas cuando un puñado de hombres está dispuesto a cambiar su vida por la tuya.
Habían pasado tres meses en tierra de traidores, la tarea no fue fácil. Hay interés porque algo se levante y camine, cobre vida. La imagen en movimiento nos proporciona una velocidad terapéutica. El interés está en lo que se levanta y camina. Cualquier cosa que se arrastre, vuele o camine; el principio del relato, lo muerto que revive.
¿Qué motivos se encuentran sobre las cosas muertas? Lo muerto se mueve, ciertamente. La mitad del limón se seca al anochecer sobre la mesa, imagino esa combustión en que se eliminan líquidos; el bote de leche condensada (la etiqueta en blanco y rojo como un cuadro renacentista) llama a las moscas con la tapa abierta, también.
Las galletas, el pan, el azúcar, los chiles en vinagre; la cebolla. Todo lo ocupa el proceso de óxido reducción. Los mezcales. El mundo muerto de la cocina con la casa sola, los amores, los recuerdos; el olvido y su tardanza. El humo del cigarro sobre los manteles. Féculas, residuos despojos. ¿Qué emoción habrá en nombrar lo sin vida? Resulta alevoso escribir sobre lo muerto, lo que ya pasó.
Entrar a la granja y sacar a los cerdos de carácter sencillo y valiente, mientras escurren del lomo largo garrapatas azules, gordas como las que brotan de las pupilas de los perros en tiempos de agua.
Llevar la piara por las calles oscuras a ritmo de chachachá (alguien conduce a los cerdos, su majestad no llega a tener tanto dominio sobre los contingentes), levantar polvo hasta interrumpir el tránsito de aviones, helicópteros, palomas mensajeras, pájaros sobre el alambre; destruir la barricada (imagine usted tanta carne roja junta, palpitante) y, pasada ya la escena de los toletes, organizar la recaudación de fondos entre la gente que anda con vestido de noche y corbata entregados a los besos en la hoguera, con la conciencia tranquila de aquellos que participaron en la conferencia de prensa donde se explica la disposición de los hospitales, la atención a los necesitados; luego de los hechos y sus aclaraciones repartir entre los representes rojas paletas de cristalizado dulce para que todos vayan confiados a sus asuntos.
La imagen del hombre sentado junto a su perro será necesaria sobre todo en una narración que trata de una casa vacía, apartada. E
l hombre cuida la casa, mira el camino, pasa las horas en espera de la llegada de alguien, espera o se oculta, ni él mismo lo sabe, aguarda. Corre la luz sobre los muros de tablas, llega la tarde, las sombras se escurren en el camino.
La mano del hombre sobre el lomo atento del perro; los ojos del hombre sobre el camino, la luz, el polvo que revuela entre las ramas al fondo del barranco, que abre los brazos del árbol puesto junto al arroyo.
El árbol allá abajo sólo hace hondo, grande el camino. El hombre de la casa de la loma saca la lengua junto al perro, entrecierra los ojos, se humedece sus labios, calcula la hora mientras mira las hojas diminutas que se levantan sobre los brazos gruesos del árbol, las ramas, las hojas pequeñas; mira el camino, el polvo que levanta el aire, que lame las piedras del arroyo. El hombre y el perro miran el camino que se agita con el revuelo del aire, allá al fondo, que se arremolina; “la casa del Diablo”, murmura el hombre.
El perro parece que asienta con un cabeceo sobrio, discreto.
En la soledad de la casa el hombre no maldice su suerte ni al arroyo seco que rueda suavemente sobre las piedras redondas, la tarde, tarde bermeja. Sólo mira el camino con el perro a su lado.
“Sin tener la facilidad de expresión, ni dominio de la oratoria, ni ningún conocimiento de la retórica”, con estas palabras inicia Hemingway el discurso que escribiera para la ceremonia de otorgamiento del Premio Nobel de Literatura en 1954. O eso es lo que Brandon dejó de aquel discurso del gringo, reproducido en una revista, la tarde en que se negó a comer y mordisqueó los papeles.
En alguna parte leí que es fácil para un escritor hacer llorar al lector, tocar los sentimientos. Quizá fue en un libro de ensayos de Italo Calvino, Punto y aparte, no acostumbro recordar los libros que leo en la madrugada. Cada mañana que salgo al trabajo recuerdo a Brandon, abrir la puerta de la calle me hace recordarlo.
Quizá lloré por la muerte del perro en alguna ocasión como si se tratara de un texto escrito por Cabrera Infante donde se evoca la vieja Habana, las noches de cabaret y rumberas, ella cantaba boleros, la gloria de un amanecer entre los brazos de una mulata. El hombre no tiene que escribir asuntos que desaten el sentimiento de tristeza, que confirmen la pérdida, el paso del tiempo, de la riqueza, la pérdida de las fuerzas.
Esas cosas se dan por sí solas, caen como fichas de dominó, sin término ni pausa, incontenibles.
Con Brandon entré a la colonia que alza sus calles junto al mar, veníamos de un viaje, una pelea, una guerra electoral.
Hicimos pausa en el camino porque era necesario contar con un sitio donde parar y lamerse las heridas.
Obtuvimos el triunfo, aunque no sin golpes severos que dejaron marca permanente en el cuerpo y el alma. Brandon sobrevivió a las intenciones de una mano que envenenó la jeringa de las vacunas; tuvieron que tratarlo dos médicos que confirmaron la infección de los órganos vitales, el hígado, los riñones. Tuvo riesgo de perder la pierna. Por los pesares yo saqué la mentada diabetes. Nada que nos quitará el triunfo, no los golpes; el primer escalón para obtener la victoria está en sobreponerse a las propias limitaciones del cuerpo. Con Brandon hice recorridos espectaculares en tiempo récord, 250 kilómetros entre serranías en tan sólo dos horas con cuarenta y cinco minutos.
El tamaño de la empresa requería esa marca, la hicimos. Brandon estaba atento al camino, una mano fuera de la ventanilla del auto, siempre dispuesto al ataque, tenía entrenamiento con los cuerpos especiales del ejército. Cumplimos con lo requerido, y más. En ese tiempo se hablaba de los asaltos en el camino, de una banda de forajidos. Nada pasó, los recursos que nos encargaron trasladar fueron entregados. Peso sobre peso. Todo se destinó a ganar aquella elección. Pasada la contienda buscamos la paz, Brandon presentaba una ligera cojera. Yo perdí veinticinco kilos en nada, un suspiro. Ya les dije, la guerra nunca termina. Si no es ante un enemigo identificado será contra fantasmas, aparecidos; las imaginaciones.
Siempre se espera lo peor. Todos pegan duro. En la colonia Las Gardenias aplicaba la ley del Mar; las cosas pertenecen a quien las encuentra, era la ley. Con el pago de la contienda electoral adquirí un terreno grande con buena vista al Pacífico. Aquí encontraremos la paz, le dije a Brandon.
Antes de bajar materiales de construcción nos metimos Brandon y yo, para que todos supieran que ya habíamos llegado.
Mandamos bajar las cosas, codiciados bultos de cemento, varillas de acero, camiones de arena y grava, madera. En las noches se escuchaba el estruendo de la marejada, el mal tiempo vuelve, no se aparta de la tierra firme; y los azotes que los bandidos se daban contra la puerta de metal. Los que querían entrar a robar nunca supieron el tamaño del demonio que los esperaba.
Brandon no duerme. Porque para levantar la casa no se trató de tiempo sobre kilometraje o de cifras, representaciones, números entre bandidos o retórica delineada. Eso quedó atrás. La cosa era no dormir, estar ahí para reclamar la ley del Mar y sostener ante quien quisiera discutir el “yo llegué primero”.
Así que Brandon los mantuvo a raya hasta terminar la construcción con sótano y biblioteca ocultos. Porque la ecuación se solucionaba con mantenerse despierto; yo leía poemas a Brandon, él se mantenía despierto trasladando entre el hocico libros de un lugar a otro. Así hasta el día aquel que se negó a comer, ya terminados los trabajos de la construcción. Como siempre en la mañana salí a comprar los dos kilos de pescuezo de pollo que tenía ya apartados con el vendedor.
Brandon se quedó cuidando la casa.
En la tarde puse a hervir en el patio los picos amarillos. Pero no comió. Llegaron a verlo dos médicos, nada pudieron hacer. En el piso de la habitación donde reposaba encontré la revista deshojada; algunos libros partidos por la mitad. Lo enterré en la puerta donde se abre la vista al mar. Salí de la casa, busqué venganza, abandoné el mar.
De cuando en cuando los dedos del hombre se enredan con el paliacate rojo que lleva atado al pescuezo el perro negro, como fiero criminal de provincias.
El hombre observa el camino abajo que se agita como un presagio, una pesadilla. Espera algo, observa el polvo, los resbalones del aire que camina ebrio entre la piedra bola del arroyo. Recuerda, no recuerda sino espera que vuelvan los días de la política, los discursos, las campañas por el gobierno; el traslado del dinero. “Siempre llaman”, repite. Ni el hombre ni su perro nacieron para la paz; sólo saben detenerse junto al camino, levantar un sitio para la sombra, lamer sus heridas.
El hombre espera con la mano junto al perro como si temiera un ataque a la propiedad. La mano acostumbrada al lomo del perro; el perro de mirada fija, detenida.
“El gobierno mantiene las campañas”, repite.
Con el calor de la tarde el perro saca la lengua, babea. El perro aguarda la orden junto a la mano del hombre de cabellos cortos, ensortijados, piel pecosa por el sol, el arete diminuto que brilla en la sombra. En el camino aguarda la suerte del hombre que espera el regreso de los tiempos pasados, cierta gloria. Será mucho mejor esperar junto al perro negro que lleva atado el paliacate rojo al cuello.
El perro sabe los tiempos, de cazar; el tiempo mejor para regresar a la vida activa. El perro negro, Lucky, asesino de provincias, desalmado. Afuera corre el viento, el perro continúa con los ojos puestos en el camino, se agita. Reposa la cabeza sobre el piso de tablas. El perro negro levanta la cabeza; atento mira el camino, como si buscara un huidizo gato.

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