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viernes, noviembre 22, 2024

En el bar de la noche

Reportajes

César Rito Salinas
Nueva York es una ciudad de cosas inadvertidas.
Gay Talese, Retratos y encuentros
El murciélago, el ratón, la mariposa. Una paloma.
Todas buenas bestias que beben
en el bar de la noche.

La barra es una vieja máquina de vapor
que sale de esta terminal de tanto en tanto.
No todos los que están en la cantina
pueden abordar porque a veces parte
sin pasajeros, vacía.

El ferrocarril de la barra sólo se lleva a los que sufren desamor.
Los levanta sin que muestren boleto de abordaje.
Los conduce a las soledades de arena y sal, ahí los deja.

Muertos, llegan docenas de muertos a esta cantina. Muertos de miedo, muertos de amor, muertos de sueños, muertos de religión. Llegan y se instalan en la barra, gustan reflejar su cuerpo en el enorme espejo. Cuando pasa esto, cuando se acodan en la barra y piden tragos, empujan a los otros bebedores. Hasta allá vamos a dar del fuerte empujón los con vida. Pero qué se le hace con el que sufre, si todos cabemos en esta cantina de cuarta.
Una vez se instaló junto a mi un muerto fresco, tierno.
Solicitó su trago. Exigió que Ángel, el cantinero,
sirviera rápido, porque no sabía de qué parte
del infierno lo llamaban.

La barra es medicina para mi cuerpo.
Calma el escozor de mi alma que dejaron ideas de revolución y libertad. Acercarse a la barra y beber un trago será aquietar mi corazón, aligera mi alma de viudo mal aconsejado.

Los zancudos no llegan a la barra,
repelen de su imagen reflejada entre cristales.

Los criminales se acercan a la barra. No hay mejor lugar para esconder sus intenciones. Como el ladrón de tienda de autoservicio: se roba el producto en la caja. Donde no hay ojos que lo cuiden, que lo vigilen. Así los homicidas. Esconden sus intenciones en la barra. Como cualquier parroquiano. Como uno más que sufre y bebe y sufre y bebe y sufre y bebe. Y mira. Y elige y bebe junto a su víctima.

Hasta la barra de la cantina llegan los conspiradores, los que quieren cambiar el mundo. Los que no quieren que haya ricos y pobres. Los que buscan salidas desesperadas. Llegan, beben en silencio, hablan con los ojos. Con las manos secretean. Luego se marchan sin dejar propina.

Una noche levanté la cabeza
en la barra de la cantina y enfrente,
en el espejo, pasaba un cometa con su
cauda enorme de luminoso polvo.

La barra de la cantina es Babel, se escuchan todas las lenguas del mundo.

En el espejo de la barra desaparecen los oficios. Cuando uno llega y posa su planta en el tubo que se extiende pegado a la base de la madera, entra al territorio libre, democrático, de los ebrios.

En la barra os hombres se hermanan en un solo oficio: el de conversadores.

Muchas cosas se pueden encontrar en la barra de una cantina. La gente olvida cosas en la barra. Un libro, el periódico, la cartera, documentos personales, anteojos. Todo lo que se porte en las manos, los bolsillos, el cuerpo. Discos, sombreros, libros de poemas, de cuentos, novelas.
Entra una mujer de cabellos color zanahoria a la cantina. Desde la barra, en el espejo, parece una mujer demoniaca. Se acoda en la barra y pide su trago. A mi lado ya no parece un demonio. Sonríe. La miro de reojo, serio. Sólo es una mujer que llega a beber su trago con los pelos pintados de color zanahoria merece mi confianza.

En el bar de la noche
César Rito Salinas
Nueva York es una ciudad de cosas inadvertidas.
Gay Talese, Retratos y encuentros
El murciélago, el ratón, la mariposa. Una paloma.
Todas buenas bestias que beben
en el bar de la noche.

La barra es una vieja máquina de vapor
que sale de esta terminal de tanto en tanto.
No todos los que están en la cantina
pueden abordar porque a veces parte
sin pasajeros, vacía.

El ferrocarril de la barra sólo se lleva a los que sufren desamor.
Los levanta sin que muestren boleto de abordaje.
Los conduce a las soledades de arena y sal, ahí los deja.

Muertos, llegan docenas de muertos a esta cantina. Muertos de miedo, muertos de amor, muertos de sueños, muertos de religión. Llegan y se instalan en la barra, gustan reflejar su cuerpo en el enorme espejo. Cuando pasa esto, cuando se acodan en la barra y piden tragos, empujan a los otros bebedores. Hasta allá vamos a dar del fuerte empujón los con vida. Pero qué se le hace con el que sufre, si todos cabemos en esta cantina de cuarta.
Una vez se instaló junto a mi un muerto fresco, tierno.
Solicitó su trago. Exigió que Ángel, el cantinero,
sirviera rápido, porque no sabía de qué parte
del infierno lo llamaban.

La barra es medicina para mi cuerpo.
Calma el escozor de mi alma que dejaron ideas de revolución y libertad. Acercarse a la barra y beber un trago será aquietar mi corazón, aligera mi alma de viudo mal aconsejado.

Los zancudos no llegan a la barra,
repelen de su imagen reflejada entre cristales.

Los criminales se acercan a la barra. No hay mejor lugar para esconder sus intenciones. Como el ladrón de tienda de autoservicio: se roba el producto en la caja. Donde no hay ojos que lo cuiden, que lo vigilen. Así los homicidas. Esconden sus intenciones en la barra. Como cualquier parroquiano. Como uno más que sufre y bebe y sufre y bebe y sufre y bebe. Y mira. Y elige y bebe junto a su víctima.

Hasta la barra de la cantina llegan los conspiradores, los que quieren cambiar el mundo. Los que no quieren que haya ricos y pobres. Los que buscan salidas desesperadas. Llegan, beben en silencio, hablan con los ojos. Con las manos secretean. Luego se marchan sin dejar propina.

Una noche levanté la cabeza
en la barra de la cantina y enfrente,
en el espejo, pasaba un cometa con su
cauda enorme de luminoso polvo.

La barra de la cantina es Babel, se escuchan todas las lenguas del mundo.

En el espejo de la barra desaparecen los oficios. Cuando uno llega y posa su planta en el tubo que se extiende pegado a la base de la madera, entra al territorio libre, democrático, de los ebrios.

En la barra os hombres se hermanan en un solo oficio: el de conversadores.

Muchas cosas se pueden encontrar en la barra de una cantina. La gente olvida cosas en la barra. Un libro, el periódico, la cartera, documentos personales, anteojos. Todo lo que se porte en las manos, los bolsillos, el cuerpo. Discos, sombreros, libros de poemas, de cuentos, novelas.
Entra una mujer de cabellos color zanahoria a la cantina. Desde la barra, en el espejo, parece una mujer demoniaca. Se acoda en la barra y pide su trago. A mi lado ya no parece un demonio. Sonríe. La miro de reojo, serio. Sólo es una mujer que llega a beber su trago con los pelos pintados de color zanahoria merece mi confianza.

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