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viernes, noviembre 22, 2024

Vaporera versus gentrificación

Reportajes

Sabía que, indefectiblemente, ese día tenía que llegar. Con la gringada aposentada a lo largo de la playa, sin opciones para pasar a tomar el sol o el baño en aquel mar que por tantos años fue de ella como de toda la gente oriunda, local o lugareña. Un plato de comida a 500 pesos, un refresco o una chela en 100, hacían imposible la visita a esos negocios regenteados por un propio, pero con recursos de un foráneo.

Cuando se habló de una súper carretera que comunicaría a la capital del estado con la Región de la Costa, todo mundo celebró el hecho como un acontecimiento único y sin precedentes; sólo Tío Mencho se atrevió a comentar que ese camino no era para nuestras gallinas y nuestros cuchitos, a lo que la plebe dijo en coro: “ese tío Mencho de por sí tan agrio y pesado”.

En el acto tía Nona se fue a comprar dos gallinas enclenques, de esas que no ponen ni en defensa propia; pero arguyó que, al menos, el alboroto de las gallinas iba a evitar que le diera el mal de la tiricia, ese que dio cuenta de la mayoría cuanto los movieron de la orilla del mar a un pedregal en donde, en fechas anteriores, pastaban los chivos sin necesidad de refundirlos en un corral o de atarlos con pita gruesa a la güizachera que abundaba ahí.

Tiempo después de lo ocurrido, Tío Mencho se puso a vivir con una vaporera, prácticamente así fue, porque su mujer e hijos jalaron para el norte con un grupo de hondureños despistados que, en lugar de tomar el camino hacia su improbable destino, tomaron rumbo de la sierra y fueron a dar a un sitio que los paisanos llaman “la jeta del güecho”, por enredada y casi imposible de librar. Así que el grupo referido anduvo vuelta y vuelta varios días, hasta que un cazador despistado los sacó por una vereda de mapaches hasta la casa de Mencho, y cuándo los de su familia les preguntaron que a donde iban, ellos respondieron que a los estados sumidos; al momento exclamaron en coro: “nosotros también nos vamos con ustedes”. Rola le preguntó a tío Mencho que para qué jodidos quería una vaporera, si ya nadie hacía ni vendía tamales, pues los gringos los habían acostumbrado a comer puro sándwich, él dijo en tono amable y convencido que, para no estar solo, y para que la memoria de los tamales no se le fuera a perder en esos olvidos tan comunes en esos tiempos.

Por supuesto que también tío Mencho les recordaba a los pocos naturales del lugar que la responsabilidad por lo que vino fue de todos, al vender sus tierras comunales a los güeros arribeños, para quienes hasta la tierra de las uñas es privada; el mañoso gobernador de aquellos años mandó hacer ley el pase automático de la tierra comunal a la privada una vez que la asamblea lo dispusiera así, y en una reunión de puros güeros la decisión de privatizar fue tomada en el acto.

Los escasos pobladores que se asumían como nativos en un medio ya completamente transformado, solo veían, desde sus casuchas de hormigón y asbesto, el emporio hotelero y restaurantero al cual nada más tenían acceso las personas con dólares en la cartera o en la chequera; optaron por salir de excursión los fines de semana a un río de aguas contaminadas, que corría como a dos kilómetros del sitio donde los dejaron establecidos en sus palomeras raquíticas y acaloradas. Con el tiempo casi todos los originarios desaparecieron del lugar, a excepción de las gallinas de tía Nona y la vaporera de tío Mencho, recuperadas por ciertos arqueólogos minimalistas como la muestra fehaciente de lo que en su momento fue y ya no pudo ser.

Fernando Amaya

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