César Rito Salinas
El cartel de la propaganda decía: Tres horas de cuento con Eusebio Ruval. El hombre apagó en el cenicero de cristal el cigarro Delicados sin filtro que fumaba. Dobló por la mitad con sumo cuidado, como si se tratara de hacer una figura de origami, la propaganda que anunciaba el curso de cuento. Estaba seguro que asistiría.
_ ¿Quiere Sialis? – escuchó la voz del Chino.
Macoco, el mesero, extrajo de una pequeña bolsa de plástico negra algunas carteras con pastillas donde sobresalía el reverso gris metálico. Frente a las mesas del Bar Jardín un hombre joven trataba de arrancarle sonidos a una quena. El hombre que escribía trató de recordar el nombre del tema que llegaba hasta sus oídos. El músico callejero interpretaba la melodía de sobremesa que escuchaba su madre en la radio local, allá en su pueblo, música para después de comer, para ingerir con ella el café. El hombre entendía por aquellos tiempos que esa música se interpretaba en los grandes restaurantes de las ciudades donde la gente acudía a hacer negocios, acuerdos políticos o planes para mandar a imprimir ediciones literarias. Por eso le parecía extraordinario escuchar aquella música en el pueblo de sus padres donde el sol maldecía todo lo creado a la hora de la comida, que calcinaba todo aquello que andaba por aire y tierra.
No chingues ¿Qué traes? –preguntó con ansiedad. _Sialis, las traigo en esta bolsita negra para no sacar toda la caja, a la vista de todos –obtuvo como respuesta.
Algunos turistas pasaban arrastrando sus maletas por el piso de ladrillos. El equipaje hacía ruido al avanzar sobre diminutas ruedas de plástico por el andador. Las pastillas de colores relucían en el fondo de la bolsa negra, lejos de miradas indiscretas. En aquel mediodía las mujeres pasaban con sus mejores ropas y afeites rumbo a las oficinas de gobierno. Algunas llevaban la blusa escotada que dejaba ver generosos senos saltarines mientras atravesaban con prisa el zócalo. Otras, las más jóvenes, llevaban blusa ombliguera con tirantes y sin sostén. En el bar los viejos jugaban cartas en las mesas redondas dispuestas al paso de los transeúntes. ¿Quieres una? – volvió a preguntar el Chino.
Sobre la plancha del zócalo pululaban vendedores ambulantes y taqueros en bicicleta. A gritos llamaban a una inasible clientela. La vida volvía a ser la misma de todos los días.
Llegaron más vendedores.
_ ¿Entraste al nuevo gobierno? – alguien preguntó.
No, a mí mis padres me mandaron a la escuela – respondió un hombre viejo. ¿Sabes leer y escribir? – se escuchó una pregunta.
__ ¡Claro! Y tengo título – respondió aquel viejo.
No, pues te chingaste: aquí los diputados no saben leer ni escribir –le respondieron. El día avanza, las madres jóvenes vuelven con sus hijos del colegio y caminan despreocupadas junto a las mesas del bar con la conciencia plena de que los hombres les miran las nalgas. La gente habla por teléfono celular a gritos. Todo el mundo discute sobre los nombramientos que asignó el nuevo gobierno. ¿Tienes algún conocido? – alguien pregunta.
No encuentro mis papales para tramitar mi pensión – alguien responde. Macoco atiende con diligencia a los parroquianos que a esa hora del día acuden a matar los últimos instantes de la mañana; como quien se acerca a un patíbulo a mirar el instante supremo de una ejecución: el pataleo con que el condenado se despide de la vida. El hombre que escribe sobre el cartel de la propaganda del curso de cuento recuerda de pronto el nombre de la canción recién escuchada: La flauta de Pan. ¿Ya la probaste? Es buenísima –insiste el mesero.