Bolsa al hombro y biblia en mano, Rosa Elba va casa por casa predicando la consabida razón del número exacto de rufianes que se salvarán del infierno.
Mi rutina es recorrer una playa atiborrada de cuerpos desnudos con el propósito de untarlos de filtro solar o aceite de coco, es decir, entre falos y vulvas me la veo todos los días, y estos han dejado de ser para mí motivo de exaltación, vaya ni siquiera de propensa inquietud.
Pero, Jesus mío, cuando Rosa Elba está conmigo, siento que la carne se me vuelve fuego y que la piel se me apeñusca, y ella cubierta por esa veintena de prendas holgadas. Mentalmente la empiezo a despojar de ellas, sintiendo en la nuca un escozor parecido al que las abejas producen en mí, cuando voy a retirar los panales en los que se guarecen.
En primer lugar, el sombrero, aludo y café, como casi un paraguas, que se le enjareta hasta la mitad de la frente, una frente tan exquisita como el umbral de su más profunda intimidad.
Y empieza su luenga referencia a hebreos Once, asegura que por la fe mis deseos se verán cumplidos, aunque por el momento se mantengan a distancia de donde las manos de mi mente se aferran a sus cabellos pálidos; que por la fe el sol saldrá para los dos en una urna maravillosa, la que permite a dos corazones ajenos latir al unísono; asimismo, por la fe, aquel desacato se volverá obediencia, semilla, bandera.
Cuando retiro la estola que porta en el cuello, ya voy por la mitad del camino rumbo al desvarío de lo que conocemos como clímax, si no es que ya es el clímax mismo provocado por esa estola. Doblo cuidadosamente la prenda y la coloco a un lado del sofá en donde descansamos de nuestras fatigas.
Y empieza el discurso de Corintios Trece, esa alusión al amor que despierta en toda la expectativa de ser por el amor para el amor. La quietud de sus manos, la flacidez se su pecho, el moho bendito de su entrepierna, todo tiene que ver con el amor, por tanto, habré de sufrir y gozar esa sustancia, como hace el colibrí con la miel del anturio, donde sacia su éxtasis vertiginoso.
Podría argumentar que no hace falta más, pero son dieciocho prendas aun pendientes de despojar, para verme frente a la llana corporeidad de Rosa Elba.
Hasta aquí lo único que he logrado desabotonar es el seguro pequeño que porta en el cuello la blusa de Rosa Elena, ya casi ciego por tanta sacudida voluptuosa.
Ahora estamos en Tesalonicenses Cinco, en el apremio de un ósculo santo. Empieza la oración por concebir, en mi plexo y en su seno, la bondad del desahogo, aun cuando solo dos tres prendas se hayan abierto a mi expectativa de marcha rozagante.
La voz de Rosa Elba me saca del ensimismamiento, ha regresado a cuidar el estante de sus libros y revistas, para ir a desahogar un apremio,
debo retirarme para no interferir en su rutina de aclamadora ferviente de la palabra elegida.
No más, he llegado a los territorios de la exaltación plena cuando mi dilecta presa pregunta con el encanto de sus ojos azules: –¿ya te vas? –y yo le contesto: –ya no estoy aquí—.
Fer Amaya