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jueves, septiembre 19, 2024

En la esquina de la primaria Policarpo, en San Martín

Reportajes

César Rito Salinas

Solo un beso -, dijo el Poeta. La pequeña botella de plástico pasa de mano en mano. Hombres temblorosos aguardan que el envase llegue a sus manos. _Va por la derecha-, ordena Margarito. A los pies de la colonia Presidente Juárez se extienden las cúpulas de la iglesia de Santo Domingo, el Carmen Alto y el Carmen Bajo. La luz del día revienta en el valle. Una bruma se extiende del Cerro el Fortín a San Felipe del Agua. A espaldas de los hombres que beben mezcal en la calle se levanta coronado de neblina Monte Albán, el sitio de las piedras antiguas. Mucho antes del primer trago el grupo de hombres caminó lo suficiente, cuatro vueltas a la manzana. Realizaron la caminata con la vana esperanza que el calambre abandonara la pantorrilla, la espalda, las costillas; para que la torcedura de la carne no entrara a las tripas. A su paso dejaron las banquetas de la colonia regadas con el vómito amarillo, verde, azul, con el que protesta el cuerpo por la falta de la sustancia. Unos a otros se animaron mientras el alumbrado público se iba apagando sobre sus sombras y los perros salían a ladrar a su paso. __Caminando no se cura una cruda-, dijo el Ingeniero. Pero se alejan los calambres-, atajó el Poeta .
La ciudad cobra forma allá abajo, a sus pies. Las ancianas de la colonia salen abrigadas hasta las orejas por la leche vitaminada que entrega el gobierno.
_
Ya abrió la quesera –susurró Margarito.
El rostro de aquellos hombres se entusiasma con el paso de la gente. Sus almas se animan a esas horas de la mañana en que el estómago y el alma arden.
La conversación que llevan no tiene sentido. Los que caminan adelante del grupo hablan de sus sueños, sus miedos. Los que van atrás siguen los sonidos de las pisadas que les anteceden, conversan en su cabeza.
_ Mañana es martes –apuntó el Ingeniero. _ Ya se chingó la semana- dijo el Poeta.
Desde las faldas de Monte Albán bajan los hombres con una botella pequeña de plástico, el tanque. Llegan a una casa en obra negra y tocan el portón. Les atiende una mujer mal encarada.
_ Un diez, por favor – suplicó Margarito. _ Ya saben que no se atiende temprano-, obtiene por respuesta.
Mientras esperan el marro de mezcal el Poeta vomita a media calle. La mujer les entrega el frasco, se lo agradecen y reinician su caminata. En el interior de sus cuerpos la úlcera esofágica quema el aire que entra a los pulmones.
_ Así se murió un amigo – dijo el Poeta. _ No hables de eso –atajó Margarito-, no llames a la muerte.
Antes de iniciar la subida de la calle se detienen. Conforman un grupo de dolientes, puras sombras en esa hora del día. Toman aire. Los pulmones reciben pleno al aire frío de la mañana. Esperan en silencio que se serene la sangre en su cuerpo y luego empinan la botella. Curarse la cruda tiene sus reglas: nunca tomar un trago cuando el cuerpo está agitado por la persecución o el delirio.
_ Solo un beso -, repitió el Poeta. No beben a grandes tragos. Lo que es más, no beben un trago. Juegan el líquido entre la lengua y el diente, después lo escupen. En la cruda no es bueno tomar el primer trago para no lastimar el esófago; luego de horas y horas de vómito, es necesario para el alcohólico consuetudinario dejar que trabajen sus papilas gustativas. No meter el primer trago, esa es la regla del bebedor. Porque si lo hace sacará las entrañas con el vómito. Para que el cuerpo reciba el alcohol es necesario meterlo por las papilas gustativas, no por el gaznate. Los que se inician en la bebedera cometen serios pecados con su cuerpo cuando inicia en ellos el síndrome de la abstinencia, la falta de la sustancia en la madrugada. Cuando el hombre alucina sonidos e imágenes, cuando el cuerpo cobarde se rinde ante la falta de alcohol, cuando estallan los nervios, será necesario oxigenarlo; ponerse a caminar durante horas. Después vendrá lo que simula el primer trago. _Solo un beso a la botella – insistió el Poeta. El alcohol desciende del paladar a la sangre, pasa por el hígado que los conduce al cerebro y al sistema nervioso central. El mezcal entra al cuerpo por el flujo sanguíneo y el mortal se reconforta, vuelve a sentir el gusto de la embriaguez, la dicha de estar vivo. Porque por eso toma: por gusto. Por el placer que le da la navegación del químico en su sangre, por el gusto de dejar llevar los sentidos por donde quieran marchar. La vista se aclara y el pulso del corazón toma su ritmo. Los hombres antes silentes se tornan conversadores. Ella me dijo…, susurró Margarito, como quien habla en sueños.
_ ¡Ella no te dijo ni madres! – gritó el Ingeniero. El trago de mezcal jugado en la boca hace milagros. Devuelve el habla a los mudos. Ahora los ebrios están sentados en la banqueta del arroyo. Las mujeres que llevan a sus hijos a la escuela primaria al pasar junto a ellos agachan la cabeza y apresuran el paso. _ Apúrate, Pepito.
Los niños miran desafiantes, con descaro, a los borrachos. Ellos son hombres que no tienen ninguna obligación con nadie y beben en el momento que se les antoja. Gente que pierde su vida sentada en el arroyo junto a su marro de mezcal. Hombres que no necesitan vaso para beber mezcal. Que hacen caminar la botella de mano en mano, de boca en boca.
_ ¡Si yo soy un chingón! – grita Margarito. Los borrachos viejos instruyen a los borrachos jóvenes en el arte de curarse la cruda. _ ¡No seas pendejo, solo un beso porque si no, vomitas! – gritó el poeta.

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