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viernes, noviembre 22, 2024

Tiempo de zancudos

Reportajes

César Rito Salinas
Llega el tiempo de lluvias y mi alma gime, padece, se acongoja: bien sabe que se acerca el tiempo de los zancudos.
Las horas del amanecer en que se anticipa el tormento de existir, el tiempo de la tarde en que arde el cuerpo víctima de los milimétricos picotazos.
Hasta las faldas de Monte Albán llegan los zancudos a interrumpir mi escritura, a molestarme con su zumbido, a desquiciarme.
Nada puede hacer que me concentre en la lectura de uno de mis autores preferidos, John Fante, por ejemplo, si ante mis ojos revolotea un zancudo con aviesas intenciones de penetrar la carne de mis piernas o mis mejillas.
Esa aversión a los zancudos la traigo desde pequeño, allá en Tehuantepec, en el barrio Santa María, cuando llegaban las primeras aguas de la temporada.
Pero no hay lugar de la casa o del sitio en que habito donde me pueda resguardar de su presencia y persecución aérea.
Y para colmo de males las personas que me rodean parece que no se dan cuenta de su presencia alada. Parece que a ellos no los persiguen sin descanso para atacarlos a picotazos.
Y dejan la puerta de la recámara o el cuarto de baño despejada, las ventanas abiertas de par en par, le dan vía libre a estas criaturas realmente infernales.
Y les molesta y enfada toda forma química de alejar a los bichos: raidolitos o insecticida, no se diga el Oko o el H-24, te increpan con argumentos cancerígenos y de invasión a la capa de ozono.
Pero pienso que para cuando me dé cáncer o me achicharre la luz ultravioleta ya habré fallecido de un ataque masivo al miocardio, debido al acoso de los malditos zancudos.
Lo que es más: en la hora del amor, cuando impera el gusto de los sentidos, el gusto del gusto y del olfato, aparece un zancudo.
No queda más que interrumpir el acto amatorio o realizarlo pensando en el zancudo, que es como hacer el amor pensando en la gorda de la vecina.
Por eso mi alma gime en tiempo de aguas, dolorida. Ya vendrán los días del sufrimiento, pienso, las horas en que las madrugadas se encargarán de anticipar la vileza de la existencia y cada atardecer nos recordará los tormentos que nos espera en la agonía.
Pero bueno, nada es para tanto. Ahí están los remedios de los viejos a nuestro alcance: el olor de un buen tabaco que aleje a esas bestias del aire, un generoso mezcal que entre al torrente sanguíneo y haga resistir al cuerpo ruin, cuerpo cobarde.

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