César Rito Salinas
Todo se da bajo la luz: el sonido de la banda de música atraviesa las flores y los guisos bajo los arcos de los portales.
La música se la lleva un viento ligero que acaricia rostros y cuerpos, aromas que impregnan a personas y cosas, bestias: caballos y perros.
La misma música que llevan en el cuerpo las mujeres en su andar cotidiano, bailarinas.
Viento que remueve las hojas del cuaderno en estas primeras horas del nuevo año, viento que agita cabelleras ensortijadas y acaricia las sombras que se escurren en el suelo, viento que besa el rostro de la mujer como quien se inclina a besar la lápida de su madre.
El viejo reloj Olvera del palacio municipal da la hora a todo mundo que quiera verlo en el mercado de fiestas, gente que baila entre los puestos del mercado en este primer día del año. Las mujeres andan, danzarinas, eternas. Ruidos que pueblan la calle con la esperanza puesta en un mejor mañana en esta fiesta eterna que es Juchitán.
El viejo reloj enmarcado por un mercado centenario, este espacio, a las prisas de la gente perseguidas por esas dos manecillas que pretenden imponer ritmo y destino al alma humana, anterior al contar de las horas, del tiempo detenido en esa creación humana: el reloj.
Las mujeres andan como navíos de gran calado en medio del océano, sandungueras.
Ramos de flores rojas en brazos de adolescentes. Hombres que se reparten como hermanos entre los frutos de la tierra mientras un cielo sin nubes los observa y bendice, mientras con su memoria que abarca todos los tiempos que registra los actos de los hombres.
Me detengo a descansar en una banca del parque público municipal luego de ese asalto de imágenes que sufrió mi alma, mis sentidos. Unos amigos me reconocen y saludan mientras yo, muy apenado, escondo entre mis ropas esta libreta de apuntes.