César Rito Salinas
“Lo que vemos no vale -no vive- a nuestros ojos más que por lo que nos mira”. Faltaban diez para las dos de la mañana cuando en el cuarto sonó la voz del Óscar Chávez, quisiera ser la golondrina que al amanecer a tu ventana llega para ver a través del cristal, mientras afuera, a esa hora de la madrugada en las calles de la agencia municipal que mira el cerro de Monte Albán, San Martín Mexicapan, crecía la inseguridad y el crimen.
Las viejas canciones de tríos le embarraban el alma de desgracias.
La profesora de Estética había mencionado las palabras de Baxandall, “hay un sitio previo a la mirada, el del espacio dotado de las palabras con las que hacemos nuestra descripción de lo mirado, el espacio donde crece el inferir”.
Por la mañana Fermín había estado ocupado, esperando una llamada de la oficina que nunca llegó, desde la madrugada había planeado su sábado.
- Ojalá marquen temprano -dijo al despertar.
En el noticiero de la radio había seguido los pormenores de las protestas que iniciaron los estudiantes en Nueva York, ante la guerra de los judíos contra los palestinos, en los territorios ocupados de Gaza y Cisjordania.
Las manifestaciones habían iniciado en abril, con grupos reducidos, para los últimos días de mayo las autoridades universitarias habían solicitado el apoyo de la policía. Se registraron cientos de detenciones por ocupación ilegal de los predios universitarios, en las imágenes que circulaban por la Internet se podía observar a los estudiantes sometidos con lujo de violencia por la fuerza pública. Muy pronto, París y otras capitales de Europa mostrarían las mismas escenas de protesta y represión.
Aquel sábado la gata Camila despertó a Fermín a las ocho de la mañana en punto, los gatos tienen eso, un puntual horario para sus alimentos. Camila hacía dos comidas al día, a las ocho de la mañana y a las ocho de la noche, bajo ningún pretexto aceptaba retrasos.
Esa semana un compañero de oficina le había hecho a Fermín una extraña pregunta: ¿te interesaría adoptar a un gato?
Así llegó Camila.
Ese día de regreso a casa Fermín se descubrió temeroso, en el urbano sostuvo la caja de cartón, la tapa pegada bajo la cinta tape transparente, contra la cinta brillaban los ojos grises de Camila.
Pensó en lo peor, que la pequeña gata escaparía de la caja y trataría de bajar con el urbano en marcha. Pudo ver la calle que hervía de calores, la gente de rostro agobiado que lo miraba sin perder detalle de sus actos. Al entrar a San Martín pidió la bajada muchas cuadras antes de su casa, en la calle intentó con palabras dulces devolver la calma a los ojos de la gatita.
Texto encontrado en un libro de Vila-Matas, Marienbad eléctrico, de Editorial Almadía.
Fermín en el escenario:
La gente que lee
pide frescura, inocencia en el texto.
El hombre que escribe desea mostrar saberes,
influencias, lecturas. Manejo de las formas.
Los caminos secretos para unir geografías distantes. La idea es acercar lo lejano, aquello que inicia el recorrido. Porque no se reconocen cercanías subterráneas, submarinas, abisales. Somos especie que genera su propia locomoción. Toda aparición hace énfasis en la distancia. Esta condición, la distancia entre dos geografías, arma las posibilidades de arranque del texto, establecer relaciones ocultas, develar y elidir, navego entre subrayados rojo, azul y amarillo en las páginas de un libro. Para iniciar el viaje necesito ubicar el sitio del recorrido, la empresa.
La extensión se oculta en la parte baja del sofá, de tal forma que al recargar la espalda accionas el mecanismo de pesos sobre un eje y esto opera, a su vez, casi en automático, la pieza oculta en la parte baja del mueble que logra que suba la parte inferior y descubro mis pies a una altura no mayor a cuarenta centímetros por encima del suelo. Mantener la posición sin tocar el piso genera dicha, como infante sobre el columpio. O adolescente montado en martillo mecánico en la feria del barrio. El sitio de la empresa está en un lugar alejado de la tierra, del sofá con la extensión elevada. Surge la pregunta, ¿cómo llegó el sofá a mi vida?
El remache permite a la cruceta extenderse, abrirse hasta alcanzar en el extremo una altura que te separa del suelo. En esta posición, cabeza abajo, realizas la lectura.
Como todos lo saben, los monstruos salen de las narraciones literarias. Pienso en un texto de Cormac McCarthy, donde emerge una tribu de indios belicosos, sanguinarios que combaten contra blancos sanguinarios. Ambos grupos tienen la costumbre de cortar cabelleras de sus oponentes muertos, los primeros por tradición bárbara, los segundos como testimonio de la aniquilación, para reclamar recompensa ante sus empleadores. Entre el tumulto que hace la guerra se encuentra el jinete que lleva por atuendo un vestido blanco de novia, ensangrentado. En el aire de la muerte se agita el velo blanco de la desposada, entre los rayos de un sol abrasador sobre el desierto.
El hecho es este, soy espiado en mis movimientos, una presencia inasible se mueve a mi espalda mientras el lector Holmes intenta concentrarse en la narración que establece relaciones verdaderas en un hecho extraordinario. Sigue los pasos de un pueblo dentro de la iglesia sumergida en las aguas de una inundación controlada por el gobierno. El gobierno acostumbra desaparecer pueblos antiguos bajo las aguas de una presa en construcción.
En la escritura que corre sobre las páginas de un libro de aventuras surgen corchetes, paréntesis, signos del tiempo que ocurre dentro del nuevo texto. El asunto de esta historia busca los pasos de José Revueltas por el Istmo de Tehuantepec. La escritura avanza, hay que recordar aquí que la anima la aventura, Holmes, hasta encontrar al escritor en la cantina del puerto de Salina Cruz, La Zona Fría. Contra esquina del palacio municipal se ubica la zona de tolerancia, el sitio de las mujeres del mar. La administración pública eligió vigilar el vicio desde la esquina de la calle principal. Revueltas bebe cerveza tibia con los pescadores del puerto. Hablan del pueblo sumergido en la presa, Santa María Jalapa del Marqués, tierra de campesinos. Entre los hombres que escuchan a José está el hijo del viejo pescador Juan; el otro José, hijo de Juan. Todos llevan en el rostro las huellas del hambre. Buscar los pasos de un escritor comunista por tierras lejanas es seguir las huellas de los fundadores de una religión sin fieles. Un lugar en el Istmo “cálido y bello”, el sitio donde el gobierno decide realizar la injusticia, desparecer a un pueblo de campesinos.
Inaccesible. El sitio donde nadie puede llegar a destruirte, ofenderte. Inaccesible es el espacio de una persona. Ahí, en tu persona, nadie puede alcanzarte, por más que lo intente. Ni el pueblo ni el gobierno, la injusticia. ¿Alguien puede alterar el sitio del hambre? Ese espacio pertenece a la persona, resulta intransferible.
Markson, me dirijo a los autores muertos, subrayo. Este es un intento de fijar el triple texto sobre un mismo espacio. Leo, subrayo, anoto. En la misma página hay diálogo y ausencia, imposición y concilio. Asunto municipal. No hay otra forma de ocupar el texto más que intervenirlo, hacerlo propio y compartirlo con el lector. Así, como quien comparte una virtud secreta, casi un vicio nuevo (lamer la espalda del sapo para encontrar composiciones enervantes en la transpiración animal podría ser una imagen adecuada o lamer tras la rodilla de una mujer para que ella alcance su orgasmo).
Ella fue al mar
a encontrar paz,
se encontró conmigo,
perseguido por murmullos.
Yo venía cargado de las piedras del infierno.
Mi cara de huérfano gritaba cosas.
Ella desató sus cabellos para secar
Con la pañoleta el sudor de mi frente.
Así hicimos el camino al puerto,.
Yo mudo y ella
Con la pañoleta en sus manos.
En esta instalación utilizo una fotografía o una serie fotográfica. En la mesa de noche aparecen dispuestos lápices y marca textos. Hay tres colores: azul, amarillo y rojo sobre el pequeño mueble de madera junto a la cama. En un tiempo subrayaba con el color verde bandera, pero esa costumbre la fui desechando con los años de práctica, leer genera cierta realidad; desesperanza. En la imagen aparecen dos lápices de distinto tamaño con la punta afilada. El tamaño del lápiz cuenta una historia de desvelos y desencuentros, hallazgos y madrugadas hasta donde desciende secretamente el olor de los bosques. Por más curioso que parezca, en la serie fotográfica se comunica la temperatura de la habitación, cuando veo la imagen me cala el frío en la planta de los pies.
En esta parte del escrito-instalación pensaba utilizar un número, el dos. Pero elegí poner la cita en lugar de la numeración. En la calle pasa el fierro viejo, llama con su pregón a desinstalar objetos inservibles. Revistas, periódicos, papeles, bicicletas, carretillas. Alacenas, lámparas, baterías de auto, cables de cobre, antenas, televisores. El escritor es esta suerte de Fierro viejo, desinstala. Y arma, instala. Recicla. El primer reciclador es Dios, con su Biblia.
Cae el separador de las hojas del libro. Esto es, en el preciso momento en que mantengo el libro a la altura de mis ojos, ya instalado en el sofá, abro las hojas, cae el separador como una acción divina donde la mano y la voluntad humana no intervienen, una señal. Aquí abría que anotar que las historias que leemos existen fuera de toda suposición humana. Que ahí están sin tiempo ni gobierno conocido, como el separador de páginas, como la guía que indica el sitio de la lectura del cual no recuerdo nada. Entonces el separador divide el tiempo, el vuelo de la historia. La caída del separador arrojado por mano invisible es muestra clara de que ahí, en la caída sin motivos, existe una historia entre el montón de hojas escritas por otro que tiene que ver con mi persona; que relaciona más bien con el hecho mágico.
Mientras avanzo en la lectura de Vila-Matas suenan Las Mañanitas tapatías en la calle oscura, estamos a medianoche y alguien quiere entregar sus felicitaciones y buenos deseos a quien cumplirá años mañana (San Martín por la Secundaria, camino a Monte Albán) al primer minuto del día, la primera hora antes que amanezca. Todo esto puede escuchar el que lee (imagino a una mujer en pijama recibiendo la felicitación por su cumpleaños).
Hay un zancudo que interrumpe con su vuelo la lectura (y Las mañanitas tapatías). Lleva el marcador a su favor, un piquete en la mejilla contra cero. Resulta difícil seguir el hilo de la historia y mantenerme al pendiente de su vuelo. El zancudo lo sabe, dos a cero. Tengo las manos ocupadas en sostener el libro. Me aborda una pregunta, ¿y si utilizo el libro como arma?
Ahora el libro sirve para defenderme de los ataques despiadados del zancudo. Con el libro encendido lo cazo, pienso y mi angustia disminuye. De pronto me doy cuenta, reconozco que el libro es un arma. Permanezco con el libro en posición de ataque, en lo alto, en espera del zancudo (la violencia ocurre del mayor al menor, del posicionado al indefenso). El soporte de la letra como estrategia de defensa, convertida en un objeto o montada sobre un objeto. Instalación.
Uno debiera protegerse de los piquetes del zancudo, son transmisores de enfermedades desconocidas. El zancudo y su aguijón se registraron en últimas fechas como un asunto de salud pública. Y donde interviene lo público entra la letra, el gobierno. Así ha sido por todos los tiempos.
¿Será moderno dedicar la noche a la lectura y la muerte del zancudo? Instalación. Un hombre sentado en el sofá, bajo la luz directa de una lámpara de mesa, con los pies sobre el suelo, a cuarenta centímetros de altura, con el libro en alto mientras vuelan y pasan los zancudos frente a su rostro. De sus oídos brota un diminuto audífono oscuro.
Interrumpo la lectura-caza de zancudo-Vila-Matas (Satán vive) por la irrupción de una imagen, la casa atacada por las termitas. La imagen de las termitas que carcomen los cimientos me recordó otra, una de mi infancia, la de una casa en la playa destruida por la arena. La invasión de toneladas de arena. El recuerdo de ese mar lejano con arena trajo de vuelta al obstinado zancudo, no se marcha, no renuncia en su esfuerzo por agredir mi cuerpo, atacar. Nunca se marcha, no abandona.
En el último párrafo de la página 54 (Marienbar eléctrico, Unam-Almadía, 2015, México), antepenúltima línea, marqué un subrayado. No diré aquí el subrayado, la oración sentenciosa. Diré que pude hacerlo en medio de la guerra contra el zancudo.
El dinero se hace sobre labios mudos.
No digas nada, nunca nombres tu deseo
para que se cumpla. El escozor de tu mano
izquierda requiere silencio. El dinero
se hace sobre labios mudos, nunca digas
tu deseo.
Para contar con algo en qué apoyar esta escritura, marco las páginas impares del libro de Vila-Matas (Satán vive), conforme avanzo la lectura, el mazo de hojas por leer, el grosor de las páginas impares disminuye. Inicié esta escritura con la conciencia clara de que el final de la historia no depende de la escritura, ni de mi persona o las condiciones climáticas prevalecientes.
Depende de la paz que exista o pueda existir.
El zancudo es mucho más veloz que la mirada. Casi una exhalación, lo veo de reojo y desaparece. Ojos de lagarto. Antes que yo ubique su vuelo y descargue el golpe con el libro, desaparece. El agresor aéreo no espera. Resulta un afinado terrorista inubicable. Se alimenta de mi miedo, del miedo que tengo a su aguijón, del tiempo que me roba con su revoloteo.
El zancudo despierta la ira con su vuelo frente a mis mejillas. Y aparece esta escritura, que ocupa el espacio de violencia en la lectura. Vigilo. Virgilio. Con esto quiero decir que trabajo la paz de mi lectura. Para que nada la interrumpa, la escritura surge aquí como el sitio previo al hecho de la paz; el crimen del zancudo, una antesala. Un cajón vacío. Escribo mientras el acoso del zancudo lo permite.
A la altura de la página 67 del libro de Vila-Matas (Marienbad eléctrico), por fin doy muerte al zancudo. Quedó aplastado en la yema de mi dedo índice de la mano derecha. Tuve que sostener el libro con la mano izquierda para descargar el golpe. Lancé el manotazo a mi cuello, al momento sentí la humedad de su pequeño cuerpo en la punta del dedo. Con alegría y temor levanté la mano, olfatee frente a mi rostro la mancha oscura, como un animal de la cadena trófica pude reconocer el olor de la sangre.
Con la desaparición del otro que ocupaba el tiempo de la paz de la lectura, la muerte del zancudo desapareció el interés que despertaba el libro de Vila-Matas.
Ahora diré esto, para acometer la empresa de registrar las variantes que intervienen en la lectura de una obra literaria establecí un horario partido. Dormí de nueve a doce de la noche. Solucionada de 12 a 2 de la madrugada los asuntos de la casa, el vivir. Posterior a esa hora leía hasta el amanecer.
¿Cómo despertar el interés? El espacio en blanco relaciona, el desinterés genera cuadros referenciales, estados de ánimo de donde sale la escritura. La lectura es de otro tiempo, depende menos de los estados de ánimo y más de las condiciones climáticas, atmosféricas. El blanco es un espacio para la instalación. Todo parte del desinterés, el extravío. Descubro que también la religión surge de ese sitio, el poder y el amor.
Cuando volvió del trabajo ella me dijo, ¿no te cansas de escribir? Para esa hora yo ya había descubierto que escribir es ausentarse.
Nódulo de conexión. La línea del discurso que une tiempo y distancia. Bolas, geografías y rostros que se relacionan por medio de grupos de bolas, superficies hemisféricas que hacen el tiempo del relato. Los nódulos hacen la historia, pequeñas estratificaciones que concentran rostros en el tiempo. Como acumulaciones calcáreas en la superficie de la roca que definen un rostro, una forma, la figura que emerge y se extiende, dinámica. Ejes vinculantes que aproximan astros y reptiles, espejos.
Trataré de explicar esto. Leer, engancharse con un texto es participar en un apasionado encuentro de béisbol callejero, como en la infancia. Un encuentro donde cada jugada significa la vida misma. Leer es participar en un juego que te atrapa dentro de su tiempo y sus reglas, que te hace sentir que nunca quieres abandonar el juego o que quieres abandonar tu vida por continuar en el juego. Pero que abandonas en cuanto escuchas el grito de tu madre que llama a cumplir la tarea, los deberes de la escuela en casa. Y lo abandonas, el partido, el marcador, tu turno al bate. Te alejas con la sonrisa en el rostro, seguro de que será en otra tarde cuando muestres a todos la calidad de tu bateo.
Soy un municipal, de alguna manera requiero de dos operaciones para hacer la escritura: leer y rayar. Esto es, siento el abandono que me deja la página impresa, el mundo fuera de mis distancias, una marginación, y trato de corregir esta realidad desigual. Intervengo. Leo y rayo, y al hacerlo apropio lo que no me relaciona, lo que me excluye. La escritura impresa. La reinvento. En la lectura del municipal existe la letra ajena, de alguna manera registro la lectura como la oportunidad periodística donde brota el diálogo.
Antes habrá que deshacerse de todas las referencias literarias, invocar la facultad de todos de escuchar, sentir y emocionarse. Para eso tantos desvelos, tantas canciones de amor ajeno que nos resultan propios. Para desechar todas las referencias, olvidar. Escribo este poema con un lápiz largo, amarillo y puntiagudo. El segundo lápiz. O el tercero. Largo como mi desvelo, mi agotado corazón tiene forma de espada (Satán vive) como las hojas del amanecer.
En la lectura del martes en La Nueva Babel apareció José Revueltas, vestía camisa de mezclilla, barba a lo Ho Chi Min. Un rostro perdido entre la multitud frenética, enmezcalada. Pensé, ¿será este el final de los comunistas? Perder el rostro en medio de una multitud ebria que corea poemas contra el gobierno en un bar de la ciudad de provincia. ¿Hasta aquí llegó la lucha?
¿Qué buscaba un escritor comunista en un puerto del Pacífico mexicano? ¿Una injusticia para la lucha? ¿La injusticia como primer motivo de la escritura? A la lucha se la puede encontrar cuando deja de ser buscada, se encuentra en todas partes del país, cualquier rostro es Revueltas.
Busqué a José Revueltas en el Istmo de Tehuantepec al terminar de leer los cuentos de su libro Dormir en tierra. Aparece la xhunca y su hijo, el hijo de puta. Una lectura que hice en la juventud. Ahí menciona de su estancia en Salina Cruz. El nombre de la cantina del puerto, La Zona Fría, fue mi elección, en esa cantina bebí cerveza en mi adolescencia. En la colonia cercana al palacio municipal existían otras cantinas donde las mujeres ejercieron la prostitución sin salir a la calle, El Guaymas, Mazatlán, Apache 14, El Faro.
La injusticia cometida contra el pueblo sumergido en las aguas de la presa hidroeléctrica es realidad. En temporada de secas, cuando desciende el nivel del vaso se observan las cúpulas de la iglesia del siglo XVI, Santa María Jalapa del Marqués, hay paseos en lancha por lo que fue la nave de la iglesia; los hijos de los campesinos todavía pelean indemnizaciones al gobierno.
Satisfecho de mí
el zancudo reposa.
Es la hora del libro, la libreta.
Cuando insaciables acechan
los aplastan contra la sábana.
Del cuerpo muerto, oscuro,
en la mancha roja de mi sangre,
emergen todas las palabras.
Margo Glantz dice, “los recuerdos son inventados”. Creo fervientemente que en esa reinvención del pasado están los poemas, un apropiarse de las letras para darle cuerpo a los sentimientos a partir del olvido y la exclusión; intentos por integrarse a algo antes dicho por otro.
El reproductor de canciones relumbra en el piso de la biblioteca-casa clase media que espera la cena de Navidad. Losetas con ilustraciones que semejan madera. El cable de los audífonos se distingue entre la tela amarilla del sofá, como serpiente en el Paraíso que asciende hasta el sitio donde un hombre lee un libro de pasta amarilla, Marienbad eléctrico. En el pequeño dispositivo suena la canción Dos gardenias, con Ibrahím Ferrer. (En el texto el autor marca que se escucha la voz de Ibrahím, pero esto el lector sólo lo imagina. Las luces navideñas bajan intensidad, hasta perderse. Fin).
Por la madrugada de ese domingo, Fermín se puso a estudiar a Didi-Huberman.