César Rito Salinas
Un niño de once años está sentado en una piedra a orillas de la carretera.
No espera a nadie.
Ni a su madre vestida toda de negro que regrese del mercado con las cosas necesarias para preparar la cena. Ni a sus hermanos mayores que regresarán pronto de la escuela. Ni espera a sus amigos, ya es tarde para invitarlos a jugar pelota.
No espera a nadie.
El sol cae rápidamente a su espalda mientras enfrente, en la carretera aun encendida por el calor del día, los camiones hacen rugir sus motores y marchan hacia alguna parte. El pequeño de once años, sentado sobre la piedra, junto a la carretera que comunica a los dos océanos, espera paciente que caiga la noche, el justo momento en que los conductores de los vehículos se ven obligados por la naciente oscuridad a encender las luces de sus unidades.
Eso espera el niño de once años sentado en la piedra junto a la carretera. Que oscurezca y que se enciendan las luces de los autos. Luego, por un instante más, verlos correr con sus luces encendidas: rojas, verdes, azules, encendidas; blancas, brillantes, encendidas.
Pasado este corto momento se incorpora de la piedra mientras el correr veloz de los carros le agita los cabellos ensortijados. Camina hacia su casa donde su madre, una mujer vestida toda de negro, y sus hermanos de cabellos largos, lo esperan para cenar café con leche y pan.