César Rito Salina
I
En una entrevista con El País, Arturo Pérez reverte, dijo: si necesito algo voy a mi biblioteca.
¿Por dónde comienzo?
La biblioteca es un proyecto del futuro.
Leer es un trabajo, aporta información que requerimos para aplicar un juicio en nuestra vida, la imagen de referencia.
El cerebro humano trabaja así, por reducción simple.
Toma la imagen antes vista o imaginada, y desde ahí elabora un juicio que terminará en acciones.
En un tiempo me gustó salir al centro de la ciudad y acudir a las bibliotecas, Iago, Henestrosa.
La Margarita Maza.
Tienen ese encanto de los edificios antiguos, paredes altas, muros gruesos, castillos de cantera verde.
Dos patios.
En un tiempo, también, distribuía las áreas de nuestra ciudad por cantinas, hay quien la distribuye por restaurantes.
Las bibliotecas y las cantinas hacen identidad, ahí está tu energía, tu alma.
Con René Eloy Santiago Díaz, vecino del Callejón del Muerto, habitante de la Casa Chata, recorríamos la ciudad en conversaciones de letras, en busca de cantinas.
Que yo recuerde nunca dejamos de hablar de lo que habíamos leído.
A las tres de la mañana atravesamos la Plaza de la Danza y bajamos a La Perla, Perlandia. Allá nos atendía José Luis, el propietario. La puerta cerrada se abría con una clave, tres golpes cortos y tres largos, José Luis asomaba por la mirilla, nos miraba temblorosos de reseca y de conversaciones de letras y nos abría.
Adentro era la fiesta.
Toda ciudad que se honre contará con un sitio secreto de la alegría.
En esas madrugadas aprendí a amar a esta Oaxaca nuestra, sus horas intensas.
René trabajó en la Casa de la Cultura, conocía a la perfección las cantinas y tugurios, verdaderos hoyos, de la zona.
Pude conocer a la terrible Chole la Gata, mujer de edad mayor que te servía el mezcal con desprecio.
Hacía un pico de gallo maravilloso, buche con tomate y cebolla, peregil y harto chile.
Y estaba el Galdinos.
Loma Bonita, Los Cocos.
La ciudad se divide en cantinas, pienso que también debería agregarse a esa división las bibliotecas.
René Santiago fue mi primer editor, coordinó la página cultural Letra Viva, en El Imparcial, lector moderno aceptó de inicio la separación de la forma literaria tradicional por otras voces, otras soluciones.
Me llevó por los caminos de las letras y no de la literatura provinciana, pueblerina, llena de resentimiento, venganza y desengaño.
Con el paso del tiempo pude recorrer los espacios culturales institucionales de la ciudad. Santo Domingo, el Maco, el Álvarez Bravo, el Iago, la Casa de la Cultura.
San Pablo.
Con El paso de los héroes por nuestra tierra pude conocer al profesor Ventura, el propietario de La Proveedora.
Cuando escribo este recuento descubro no sin asombro que ya pasó mucha agua bajo los puentes.
Todavía ese miedo, casi asombro, a descubrirme frente al público.
II
Los libros están marcados por ausencias, finados.
Mis manos van por las letras del trasto, me llevan a ciertos rostros, risas, ambientes.
La gente ya no está.
Por las mañanas escucho entrevistas con escritores en nuestra lengua, busco preguntas y respuestas.
Mi relación con los libros no es libresca, es de gente muerta.
Los escritores no hablan de este aspecto del libro, del artefacto que logra lo imposible, el que otorga vida a los finados.
III
El próximo 2 de agosto cumpliré 60.
Al salirme de la casa de mi madre a los 13 años pensé que no pasaría de los 25.
Desde esa edad duermo junto al trasto de las palabras.
Así la vida me hizo entender las horas, pegado a las palabras escritas.
Y esta forma -se diría disciplina obligada- me hizo resistir la muerte. Desde temprana edad me enfrenté a los velorios de gente querida, amada. Mi padre, a los 9 años míos. Mi madre, tres de mis hermanos.
Primos, amigos.
Mucha gente.
Voy al velorio y casi por obligación regreso a casa, al trasto de las palabras.
El trasto y los libros son la casa.
En el trasto retengo a la gente querida.
Y en los libros.
La biblioteca de la casa en San Martín la inicié cuando nacieron los hijos.
Fue una forma de sumar voces a sus voces nacientes, protegerlos con la voz humana.
Pero nunca los obligué a leer.
Con la forma de la obligación no se promueve la lectura.
El libro será un objeto más que se fije en la memoria del niño.
Como la flor del patio, como la puerta de su habitación, sus juguetes.
O la presencia cotidiana de madre y padre.
El objeto llamado libro debe estar junto a los niños, como algunos padres instalan en su mesa la caguana, una botella de ron, de mezcal.
Un churro o una raya.
El niño se acostumbra a las presencias cotidianas, desde ahí forma su futuro.
Y ya de adultos repetirá esa forma, dará uso a esa geografía, a esos objetos.
¿Es difícil entender esto?
IV
Las calles de la ciudad cunden de cantinas y bibliotecas.
La ciudad toda es de lectores pobres.
Nunca nos llegó el auge de las librerías.
Nacen y cierran por falta de clientes.
Somos pobres que leen, inconformes.
Somos lectores fuera de los espacios institucionalizados, los sitios de la cultura.
En la Universidad tienen por tradición quemar libros en el último grado de la carrera.
Algo salvaje, ruin, criminal.
Un asco.
V
Y nos hacemos lectores como practicantes de una religión censurada.
Cuando políticos y gobernantes leen nos causan repugnancia.
Desconfiamos.
Cuando levanto estos apuntes me entero del fallecimiento de Héctor Anuar Mafud.
Algo triste.
Porque fue lector, escritor.
Por uno de los nuestros que fallezca me pregunto cuántos lectores se formarán.
No es que pida justicia, equidad.
No en la práctica de la libertad.
Solo es una idea movida por la información que recibo.
Anuar lo supo, su natal Salina cruz será tierra del crimen y la única forma de defender al puerto será promover la lectura, los libros.
La gente es solidaria, pero no lo sabe, lo desconoce.
Será necesario cambiar el lenguaje cotidiano, integrar la palabra paz.
Junto al Hospital Civil levantó una biblioteca.
La Biblioteca Aries.
En mi adolescencia fui usuario de esa biblioteca.
De alguna forma lo que soy es producto de aquel tiempo en que me hice lector en el puerto.
Anuar y Manolo Toledo -ahora ya los dos finados- gestionaron con Echeverría la instalación de la Escuela Técnica Pesquera, donde yo hice los estudios de secundaria.
En loas 70, los pueblos del Istmo eran agobiados por la ambición, surgido de la pobreza.
Había llegado la refinería petrolera Antonio dovalí Jaime.
Nadie ponía a leer a sus hijos.
Los preparaban para ser obreros.
Anuar defendió a la gente del puerto, gestionó el espacio de los libros.
Héctor Anuar rescató el edificio del siglo XVI del templo dominico, hoy Casa de la Cultura en Tehuantepec.
También fui usuario de esa biblioteca.
Puedo decir que Anuar está a la altura intelectual de Víctor de la Cruz, Macario Matus, Enedino Jiménez.
Gente de libros.
VI
¿Qué hacer cuando la gente se muere?
Leer, retener la actividad, la práctica.
VII
¿Qué hacer cuando nos alcanza el desamor, la tristeza?
Leer.
¿Qué hacer cuando nos toca el mal fario?
Leer.
Leer será una forma de la resistencia.
VIII
Porque en la repetición de la práctica se recupera la vida de los ya muertos.
IX
Los lectores somos los menos en este conjunto llamado Oaxaca, eso está claro.
Estoy seguro, nunca logrará la ambición y la envidia, el rencor, aniquilarnos.
Somos los menos y aprendimos a sobrevivir.
En cada pueblo, en cada comunidad, hay un gestor de la lectura. Por eso los pueblos serán eternos.
Como en esta mañana de sábado en que recuerdo a Héctor Anuar, el visionario que dotó de libros a su tierra.