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jueves, noviembre 21, 2024

Escritura de lector | Crónica de una suerte anunciada: recuerdos de la pandemia

Reportajes

Ciro Velásquez

Nota del editor. Estado 20 abre el espacio de publicación a la escritura de los lectores, confiamos en que el ejercicio periodístico requiere del intercambio de las letras entre lectores y el reporte formal de la información -un fluir de las letras en los dos sentidos-. Como página informativa estamos comprometidos con el fomento de la lectura con esta variante, la escritura del lector.

La Pandemia fue principio una noticia lejana e incierta. Hoy es una realidad que nos invade. Los medios informativos nos ha hablado en exceso de las probables consecuencias y las medidas preventivas que debemos adoptar. Una de ellas, el encierro domiciliario nos ha provocado trastornos y sufrimientos. Son, sin embargo, menos graves que los que vive un pájaro en su jaula, un perro encadenado, o un prisionero sentenciado a cadena perpetua.

Luego de anunciada la cuarentena que se ha ido alargando indefinidamente, me pertreché en casa con algunas provisiones. Sin compras de pánico, y sin kilómetros de papel higiénico. Compré sin embargo algo de comestibles de larga caducidad, agua, un poco de ron y cervezas. Además de los víveres, me acompañan la computadora y el celular como objetos omnipresentes y enajenantes.

Mi rutina del cautiverio es ordinaria: levantarme como a las siete de la mañana, hacer un poco de ejercicio en una caminadora prestada, luego el baño de rigor, el desayuno, para después alternar sin orden ni tiempo, actividades diversas como: lavar ropa o algún trasto, barrer, leer, escuchar música, charlar, enviar mensajes a familiares o amigos, ocasionalmente escribir alguna ocurrencia o pulsar la guitarra. Así voy gastando mis días. De todas esas actividades, la lectura, la música y la guitarra, son las más gratas, los instantes de catarsis. Las ingratas: la movilidad restringida, las noches de insomnio y un crónico dolor de espalda que ahora se hace presente casi a diario.

No hay duda que el aislamiento es para todos una carga, más para unos que para otros, según nuestros achaques, nuestras limitaciones o lujos. Yo no tengo jardín, ni alberca, ni un lugar al aire libre fuera de la ciudad. Pero en compensación; no tengo niños, tengo dos pequeños patios, una azotea de segundo piso para mirar un pedazo de ciudad y muchos libros que he ido acumulando a lo largo de la vida. Fuera de eso veo poca televisión y mi rutina tiene muy escasas variantes.

Una de ellas, es leerle algunas tardes y en voz alta, algún texto escogido previamente a mi madre casi analfabeta que nunca pisó un aula escolar y a la que sin embargo, le gusta que le lean. De eso me percaté hace ya tiempo cuando en casa les leía en voz alta a mis hijos libros tradicionales infantiles y algunos de escritores nuevos como Roal Dalh o Gianni Rodari. Entonces ella se acercaba sigilosa y tímida a aquel ritual. Y recargada en el quicio de la puerta o en la pared a cierta distancia, escuchaba también aquellas lecturas, como una niña de 70 años que nunca tuvo una infancia de historias contadas ni leídas. Desde entonces, siempre que puedo, le leo párrafos de su biblia o algún fragmento escogido de algún libro, que ella pueda entender y disfrutar.

Otra variante de mi rutina es subir a la azotea para mirar y escuchar.
Arriba, aparte del panorama, a ratos vienen ráfagas de un viento providencial que atenúa estos calores de abril.
Ayer que subí, tuve el espectáculo de una bandada de aves (supongo que golondrinas) que volaban en circulo y con una sincronía de ballet. En un momento estuvieron en una posición en que una parte de sus cuerpos recibía de frente los rayos del sol y otra la sombra Por un instante tuve la ilusión de estar mirando pájaros bicolores. Y no solo aves, miro también azoteas, unas limpias y otras llenas de cacharros, miro casas y balcones, miro árboles en la calle o dentro de las casas. Los edificios más altos de esta zona son la torre de la Iglesia de los pobres y el edificio del INEGI.
Mi azotea es de un segundo piso.
Y de esta altura miro solo un pedazo de mi Colonia.
Por eso envidio a los que viven en las partes altas de los cerros, a los que nada les impide mirar en todo su esplendor y a cualquier hora, la estampa de acuarela de esta ciudad de tonos verde jade. Otra cosa que puedo mirar desde aquí, es la masa de montañas que al norte y al este, semejan inmensos y soñolientos elefantes grises, echados sobre los confines del valle.

Altero también mi rutina, cuando puedo salir a caminar como ayer que tuve que ir a la tienda y al mercado. Debidamente embozado, cartera al ristre y bolsa en la mano, salí a recorrer las espaciosas y arboladas calles de este territorio entrañable al que llegué siendo un niño pueblerino en los años setenta. El barrio más nuevo y la colonia más vieja le llamo a la Colonia Reforma.
Los árboles de sus calles se visten paulatinamente de tonos amarillos, morados, lilas y naranjas, pues además de las viejas jacarandas se han ido sembrando framboyanes, guayacanes, macuilis y otras especies de robles. En mi breve recorrido, tuve la fugaz ilusión de que en medio de la soledad y el silencio, ellos siguen allí fieles y esperando, para alegrarnos con sus colores y refrescar nuestras aceras.

Seguí caminando con paso lento para disfrutar del recorrido, mientras respiraba con la incomodidad del cubrebocas.
Entre los escasos peatones me encontré a un niño de aspecto humilde que me miraba no sé si sorprendido o asustado.
Era sin duda por mi mascarilla.
Él siguió su camino y yo el mío, pero al instante me vino a la memoria un incidente que me contó alguna vez mi papá: Ya él vivía en la ciudad, y un día cualquiera, tuvo un problema con un muela infectada que aparte del dolor, le produjo una inflamación en la mandíbula y deformó ligeramente su cara.
Fiel a las costumbres de su pueblo se puso sal para mitigar el dolor y decidió resolver el problema estético con un pañuelo, que amarrado a la nuca le cubría la mitad del rostro. En esas circunstancias, tuvo que salir a algún asunto.
Como típico pueblerino, fue por su sombrero se lo acomodó y ganó la calle. Había caminado unas cuadras cuando de pronto se topó con los ojos despavoridos de un niño que estaba parado unos metros delante de él y que al verlo con sombrero y paliacate, corrió a refugiarse en una tienda mientras gritaba,
!Mamaaaá, Mamaaaá un bandolerooo!
–Ay papá, solo te faltó la pistola –le comenté mientras ambos nos desternillábamos de risa.

Recordaba todo eso mientras llegué al mercado, donde además de comprar disfruté un poco de esa fiesta de colores, aromas y sabores que son los mercados. Y finalmente volví a mi encierro.
Hoy que escribo esto recordé al poeta León Felipe que en algún momento de tedio escribió en unos versos
“…¡ Qué lástima que no pudiendo contar otras hazañas…venga, forzado, a contar cosas de poca importancia…!

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