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viernes, noviembre 22, 2024

El Istmo o la celebración por las letras de Joyce

Reportajes

César Rito Salinas
Todo libro constituye un laberinto donde el autor proporciona guías, referencias que ayuden al lector a salir de aquel intricado laberinto. El libro y su lectura como la representación del firmamento, con los astros que circulan en la galaxia y el punto que establece referencia con la nada.
Las letras me conducen a mi pueblo.
Los escritores asumen posturas, sostienen la imagen de algo que es indescriptible, el escribir. Porque nadie dice que escribir sea una actividad inmóvil, opuesta a la actividad febril que carga la sociedad de nuestro tiempo. La humanidad tiende a construir monumentos, obras magnas, imagen esta que se opone al grano de arena, al instante, al día cotidiano. Los escritores se agregan en tradiciones, corrientes, simpatías. Son gregarios, desde el grupo se enfrentan al tiempo -que todo lo borra.
Hemingway dijo que la novela era condenadamente interesante, pero Huxley y la Woolf le tiraron mierda a la publicación de 1922, el Ulises. La novela trata, tomando como espejo la obra clásica de Homero, la Odisea. Como Zenón de Elea, Joyce vio en una sola extensión el infinito. Todo sucede entre los latidos que caben en los sesenta segundos que miden un minuto. Y de ahí al infinito, en cada capítulo un color, una palabra. Los argumentos utilizan esquemas, levantan la narración a manera de un enigma que el lector tendrá que resolver. Toda literatura se funda en la actividad lectora, sin lectores no hay ni habrá literatura.
Desde 1954 los irlandeses, denostados en el mundo occidental, celebran el16 de junio como el Bloomsday, la celebración que se hace en honor al personaje de Joyce, Leopold Blomm -donde todos beben, bailan y ríen hasta el amanecer.
Y hablando de borracheras y canciones interminables, recuerdo las fiestas del Istmo que son, a su manera, la representación cabal sobre la tierra de las letras de Joyce. Acá un ejercicio que sostiene tal desmesurada afirmación:
Entre ver y sentir hay un abismo, un corazón que late a sesenta segundos disminuidos segundos por minuto. Torpor, colibrí, corazón. Un abismo lleno de mensajes. Negro, amarillo, indio. Las fronteras se multiplican, nunca se borran. Entre sentir y comer hay algo indigesto, putrefacto.
El lector forma una ecuación con el texto donde las letras resultan derrotadas. El autor será el primer lector, jugará en dos bandos, será el traidor. Entre sentir y resentir cabalga la noche. Carretera Cristóbal Colón. Velocidad mínima de desplazamiento, a la entrada de la ciudad. Carro, casa, destino. Entre sentir y sentir hay pensamientos. Océano abisal/azul. Hay que comer palabras.
Pétalo, flor, calabaza. Hay que comerse las palabras. Abejas. Palabras torbellino. Para que dentro de tu pecho crezcan y cuadren, como en la política. Palabras contemplación. Hay que dormir con el perro. ¿Cómo se duerme la gente con el perro? Entre sentir y sentir hay un imposible. El salto al vacío. Tengo un auto que se cree perro, anda enamorado de los árboles. Le digo a mi amada, tenemos un auto enamorado de los perros, se embarra con los árboles. Ella ríe. Rojo, sangre, verde.
Un punto, mi ojo, una línea de luz, el año pasado me diagnosticaron cataratas maduras en el ojo izquierdo. Lo putrefacto está en el vacío, escribo. En el jardín la escuadra de la banqueta permite la belleza de las rosas, el mundo se hace a un centímetro de distancia de la tierra. Toda elevación causa ingreso, debo cobrar: mi religión no permite regalar el trabajo. Escuadra, marro, cincel.
Las flores construyen paisajes (todo esto lo escribo mañana. Hoy se cierran mis ojos). “La nada no es más que algo”. El perro ladra en la noche. ¿Acaso seré yo quien se aleja? La mejor posición para mirar el mundo está tras la ventanilla del camión, cuando las cosas se alejan y se acercan.
Las casas y los árboles tienen geometrías que explicar, alvéolos. ¿Ya puse la palabra colindancias? Escribo una noche de octubre, encuadre, registro. Licor de león, bebida del recién casado para que cumpla. Siete Palos. Tuétano de res con jugo de limón (con estos ripios perderé el almuerzo). Para sacar el olor del cacho quemado, para cantar bastante en las noches, para meter la lengua y sanar ámpulas. Tarántulas. Tumba, roza, quema. Luego vendrá el diluvio, repetición tras repetición. Siete Palos (para que nadie te cuente cuentos mientras bebes mezcales). Siete Palos. Habrá que alzar la cabeza, echar el trago gordo. Para cubrir distancias, Siete Palos. Pelos quemados, lengua larga, noche de amores sin final. Será necesario escribir para perder la memoria, alcanzar el reposo del olvido.
En la adolescencia me propuse escribir hasta los cincuenta, para luego retirarme a una playa solitaria (este año cumplo sesenta, nunca llegué a cumplir los cincuenta porque me niego a parar de escribir, como me niego a seguir escribiendo después de los cincuenta).
Tengo en la cabeza la playa, mi espalda tiene la marca de la palmera donde cada tarde me recargo a mirar el mar que renueva sus escamas. Mis pulmones llenos de salitre y tabaco. Tengo en la yema de los dedos el olor del mar, el tabaco, la mujer. Estos son mis recuerdos mientras escribo esta noche, “ganarás el mar con el sudor de tus ojos”. Escribo después de los cincuenta, levanto mi canto a la necedad, aunque no tenga una playa, un cocotero inclinado que le cuenta sus secretos al mar, un sol que emite la luz bermeja mientras desciende entre los cielos del horizonte.
Ni mujer. Lengua larga. El mar, su arena blanca, la brisa que lame mi piel, la espuma que -como en un sueño- moja mis pies. Pero en esta no-vida de la borrachera eterna las probabilidades de realizar tus sueños solo te la facilitan las letras.

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