Juan Carlos Zavala
I.
El Chivo era de la 21. Una tarde salieron de La Doña, la disco a donde iba toda la clica para echar pary. Subieron a la camioneta, él se fue en la batea con sus hommies, iban de regreso a la Volcanes. En el camino los alcanzó un Tsuru, unos vatos del barrio contrario les gritaron “¡pura 13!”. Ellos respondieron “¡Pura 21! ¡Pinches chabalas, pinches chapetes!”. Uno de los que viajaba en el Tsuru se colgó de la ventana y disparó, la tronadera sonó atrás del Hospital Civil. Un balazo, luego otro y otro más. Los plomazos caían por todas partes.
“¡No se abran, el barrio firme!”, grita alguien en medio de la confusión. Se tiran al piso de la batea de la troca. El Rufo no, él se queda parado tirando barrio, dibujando con las manos figuras en el aire. De su voz átona de puberto sale un chirrido: “¡La pura 21!”, el grito de batalla languidece y se apaga: una bala calibre 22 se le incrusta en el pecho y se desploma.
“No falleció en el momento, su carnal gritaba por una ambulancia pero se murió desangrado por dentro. No le salió sangre, era una herida muy pequeña, sólo le salieron unas gotitas, casi nada.”
Tenía 12 años, los mismos que El Chivo, iban a la misma secundaria, eran compañeros de calle y en aquella tarde de hace más de 20 años lo vio morir a su lado.
A El Rufo lo enterraron en el Panteón Jardín. Ahí llegó toda la banda de Santa Rosa, los 21 de la capital, traían su cinta, la placa y le juraron venganza. La mamá de El Chivo lo sacó de la Federal 1 antes que lo expulsaran, temía por la vida de su hijo, intentaba salvarlo aunque todavía no sabía de qué.
“Fue tu culpa. Esa bala era para ti”, fue el reproche que la madre de El Rufo hizo a El Chivo en varias ocasiones, él se tragó en silencio todos los reclamos. Su muerte caló hondo en la mujer, en su familia, en el barrio. Esa tarde de domingo, la pandilla dejó de ser cosa de puro relajo y se volvió su vida.
II.
Francisco nació en la ciudad de Oaxaca en diciembre de 1984. Tiene un hermano. Su madre, que vendía pan por las calles, es originaria de Pochutla. De su padre habla poco y aprieta los dientes cada que lo menciona, él era de Tepuxtepec, Mixes, y vendía nieve.
Siempre ha vivido en la colonia Volcanes. Estudió en la primaria “30 de Abril” pero cuando el cobro de cuotas en la escuela pública se volvió incosteable para su familia, lo cambiaron al turno de la tarde en la “Gabriela Mistral”.
Al hablar de su infancia esboza una sonrisa. Hace memoria y dice que en casa no todo era felicidad, pero en su cumpleaños, su mamá guardaba unos centavos para regalarle algo, aunque fuera un Gansito, detalle que recuerda con lucidez.
Al hablar de su padre su rostro se torna adusto. No alberga un recuerdo amable de él, que opinaba que la escuela era una pérdida de tiempo. Ocupaba una frase de sabiduría de arrabal que versaba: “Come el que estudia, come el que no estudia”.
En casa nunca faltaba pan, café ni tortilla. Las carencias eran otras, como ropa, uniformes, dinero para la escuela.
III.
–¿Qué hacemos ahora?
–Pues vamos a drogarnos, vamos a poner unas películas, unas pornos y vamos a fumarnos un toque.
La adolescencia golpeó a la puerta y el mundo se desmoronó. Mantener un vicio cuesta, y es mucho más cuando no tienes nada. Sin dinero en los bolsillos y la ansiedad destrozando los nervios, no vio otra alternativa que volverse bandido.
Empecé a ir al billar. Allí conocí a un güey que vendía droga y traía un Focus del año, negro. La verdad me impresionó el carro. Y me dijo que me podía asociar con él. Ni siquiera lo pensé.
Me dio de diez grapas, pero me engolosiné con el perico. Comencé a vender drogas con mi carnal y nos metíamos cada vez más y más: seis o siete grapas en una noche.
Ya la adicción era maciza, andábamos en la loquera y no salía la cuenta, le quedamos mal a ese güey pero lo agarró la poli y nos desafanamos de ese compa. Ya habíamos agarrado fama y venían los cholos a buscarnos, porque éramos los que repartíamos el queso.
Uno se va metiendo a veces por casualidad. En esa época trabaron a un compa en la peni de Ixcotel y lo fui a ver. Cuando llegué, me dice:
–¿Has fumado piedra?
–No guey.
–No mames, aquí venden. Sabe más chido que el perico
–¿Neta?
–Neta, vamos a meternos piedra.
Entonces yo ya no iba a hacer visitas a la peni, sino iba a drogarme. Ahí es fácil conseguirla, agarrábamos nuestra lata, sus hoyitos, ceniza y unas piedras. Uff, ¿ya cuál perico?
Nos hicimos más viciosos, necesitábamos lana y empezamos a cristalear carros, robar estéreos, teléfonos, cadenas, lo que fuera, por la piedra.
Una costaba 100 varos y alcanzaba para dos o tres tanques nada más. Podías comprar en el lava autos, en la Fundición, ahí por Montoya, en los cuadros, en la Central, ahí del toro, en el pueblito. Parecía que ibas por las tortillas, cuando llegabas al tiradero había una fila como de diez o quince compas parados en la ventanita esperando el guato.
IV.
A los 11 años de edad trabajaba como cerillo en un Piticó. Salía cerca de las 10 de la noche y en la puerta del supermercado lo esperaba una pandilla de cholos para agandallarlo. Le quitaban la morraya que sacaba en el trabajo.
Cansado de las palizas y de que los basculearan, un día lo invitaron a que brincara con los cholos de la 21. Él aceptó, sólo buscaba protección.
Su transformación como pandillero le dotó de seguridad, sabía que sus compas lo respaldaban. Así saltó de escuela en escuela hasta que cayó en la secundaria 144, enclavada en el cerro, entre polvo y la nada, todos en la Volcanes la conocían como El Gallinero. Este pequeño infierno de láminas y tablas, entre alumnos expulsados y reprobados de todos lados fue su paraíso.
Perdió su timidez, aprendió a hablarle a las mujeres y a partirse la madre.
Abandonó su primera pandilla y saltó con los contrarios, con los 13, eso que años atrás había matado a su amigo El Rufo.
Él mandaba y a él le obedecían en la escuela. Reclutó a quien le dio la gana. Se sentía intocable hasta la noche en que lo arrestaron por asaltar una tienda. Así conoció el encierro por primera vez. Pasó dos semana en el Consejo Tutelar para menores. Su foto salió en los periódicos, lo expulsaron.
V.
Salvarse del abismo lo llevó a pescarse de cualquier idea, por más absurda que ésta sonara, como a los 19 años cuando se volvió guacho. Tomó sus cosas y acompañado de un cuate fue a enlistarse en el Centro de Adiestramiento Básico Regional (Cabir) del Ejército Mexicano en Miahuatlán de Porfirio Díaz. No entendió cómo lo aceptaron después del antidoping, pero la cosa es que se vistió de verde olivo; hacía ejercicio, le daban un techo, comida, le enseñaron a manejar armas y le pagaban.
Recuerda las amenazas tempranas de los sargentos que echaron a la letrina cualquier intención de disciplina: “¡Te voy a traer a pan y verga! Pero si te mochas con una chelas en la quincena pues nos arreglamos y todo más fácil.”
“El día de raya nos íbamos directo al putero a gastar la quincena. En se ambiente de cantinas no pude dejar la piedra. Apenas estaba franco, llegaba a Oaxaca y me iba al pueblito por unas seis o siete piedras y a la loquera de dos días.”
El 15 de septiembre le tocaba desfilar en la Ciudad de México. Una noche antes se emborracho, fumó piedra. Llegó tarde al batallón, su pelotón ya se había ido. Fue todo, un nuevo final, El Chivo empacó y se fue.Se volvió un desertor.
Segunda parte
I.
El Chivo, su hermano y otros seis “chalanes” acompañaron a su patrón, el dueño del bar, a recoger un pedido de droga por la carretera a Zimatlán de Álvarez. Cuando llegaron, el lugar estaba atiborrado de gente.
“¿Qué quieres? Nos preguntó el tirado que tenía mota, piedra, cocaína y heroína, porque entonces no estaba de moda el cristal, como ahora. Vimos cuando el patrón le habló a los chalanes para que le entregaran la cuenta (dinero resultado de la venta de los narcóticos).”
Uno de ellos no entregó el dinero completo.
“¡Póngale! Les dijo el patrón. Varios güeyes lo “verguearon” bien gacho. Quedó babeando el piso, casi inconsciente. Mi carnal y yo no llevábamos la cuenta, nos habíamos metido toda la coca y el dinero de lo poco que vendimos, nos lo gastamos en la loquera”
“¡No mames, nos van a poner acá!”, pensaba El Chivo. De reojo vio a su carnal. A un costado de la casucha donde hacían el jale había un barranco y al final, en el fondo, pasaba un arroyo. Sin decir nada, el hermano del Chivo saltó la barda y se tiró al vacío. “¡Chingue su madre!”, dijo para sus adentros y él también se lanzó para intentar la huida.
Los dos hermanos se deslizaron por la pendiente y corrieron en medio del arroyo, no se dicen nada entre ellos, sólo corren. Hasta que el patrón los ve y exige que los sigan, toda la banda corría atrás de ellos; el patrón sacó su pistola y les tiró un plomazo pero eso no los detuvo, corrían desesperados, el objetivo era salir a una carretera, salir de la colonia La Guardado. Lograron huir.
II.
Cuando Francisco desertó del Ejército decidió regresar a trabajar de mesero, al fin que era algo en lo que tenía experiencia. Se empleó en un putero, porque ahí es más fácil el movimiento de la droga, sobre todo de la cocaína.
Ahí todo mundo se mete, se meten las bailarinas, los de seguridad, los meseros y pues a él ya e gustaba esa madre. Ahí fue dónde empezó a vender otra vez droga, el patrón se las dejaba a 100 pesos la grapa y ellos la revendían a los clientes en 150 pesos.
– ¿Dónde puedo conectar un perico? – le preguntaba velada e inocentemente uno de los clientes.
– ¿De qué hablas guey? – respondía.
– No pos me dijeron.
– Estás bien pendejo, aquí no vendemos nada.
Era el diálogo de cajón con cada cliente nuevo. Francisco les llevaba la primer cubeta de cervezas pero luego el cliente volvía a insistir.
– No, pos mira te la puedo conseguir, me voy a meter en pedos pero no vayas a decir nada.
– Y a ¿cómo está?
– A 150.
– No mames, está bien cara
– Tú me la estás pidiendo, ¿la quieres?, si no, pues ahí muere
– Bueno, pues tráeme dos.
Con esa transacción se ganaba cien pesos. El patrón era quien dejaba la cocaína en el bar, es normal en los bares y todos los meseros la venden, la consumen, al igual que las prostitutas. Ahí todos trabajan para el dueño del bar, está permitido vender y está permitido robarle a los clientes.
Su actividad como narcomenudista no terminaba ahí, algunas grapas se las llevaba a su casa para venderlas, se vendía como pan caliente. La cocaína es lo que más busca la gente y él también, se metía tres o cuatro dosis al día.
Mientras que su hermano vendía mariguana, se surtía en la colonia La Guardado y la cocaína la llevaba del bar; el patrón se la dejaba a precio para que la revendiera. El negocio era bastante lucrativo pero se enviciaron, ya no entregaban la cuenta, se mamaban todo, si les daba diez dosis, las diez se metían.
III.
La droga favorita de El Chivo era la piedra, se volvió un esclavo. Logró huir pero ya no podía regresar al bar, ya ni siquiera le interesaba para vender.
Uno de los lugares que mayormente frecuentaban era el conocido como la Sirenita, por la cercanía con un balneario con ese nombre; otro era en la calle Mier y Terán en el Centro Histórico de la ciudad de Oaxaca o en el Pueblito, como se conoce a una zona cercana a la Central de Abastos.
La Sirenita era un picadero, una casa con bardas laterales y frontales que impedían ver en el interior. En la entrada una mujer vendía aluminio, botes, latas, cerillos, encendedores y agujas, todo el material que se necesita para drogarse; al fondo, un hombre que por lo general también era un adicto, era quien vendía las dosis.
El Chivo y su hermano compraban su dosis de piedra y le fumaban en la Sirenita, sin broncas, y como no llevaban dinero dejaban sus tenis, ropa o los artículos de cocina de su mamá, se veían en la necesidad de robarle a su jefa.
– Oye mijo ya te vas a llevar mi licuadora.
– Mira cállate pinche vieja no te metas en mi vida, chingada madre.
– No mijo.
– Ya pues, ya estuvo.
IV.
Francisco “se quemó”, ya no lo aceptaban en ningún bar para trabajar. Sin empleo y adicto, se volvió ratero: robaba computadoras, celulares, gallinas, tinacos, macetas, todo lo que pudiera empeñar o intercambiar por piedra. El lugar predilecto era El Barrio, sitio en el que se juega futbol o en lo que era el gimnasio Ricardo Flores Magón.
“Ya ves que hay torneos, de futbol o de taekwondo, se ponen a jugar, se quitan su ropa, el teléfono, el reloj, y se lo dejan a alguien, por lo regular se lo dejan a una novia o a una mamá. Entonces ellos se van a jugar, las señoras siempre son descuidadas. Pues ahí está el tiro, la señora se descuida, te llevas la bolsa, la mochila”.
De su casa se llevó el tanque de gas, la televisión, unos pollos de su jefa. Se metió con homosexuales, lo que fuera por conseguir la droga.
Las cosas, entonces, ya no eran como en la secundaria cuando había cervezas, mujeres, amigos. A Francisco los de su barrio lo hicieron a un lado: “como que me comenzaron a abrir porque decían ese guey se va a llevar las cosas, o ten cuidado con porque es adicto. En los bares ya no me daban chamba porque me empecé a quemar, pues no entregaba yo la cuenta”.
V.
En el picadero de la Mier y Terán les cayó la Policía Federal. Es un casa normal, con un patio, un lavadero, vecinos al lado, pero llena de droga. Para El Chivo fue un pinche susto, cabezas arriba, en la venta, en las azoteas, por policías con gorra y cubiertos los rostros.
– ¿Qué hacemos guey?, ¿qué hacemos?, ya nos llegó la pinche federal, exclamó El Chivo
– No hay pedo si entran aquí los achicatamos, respondió uno de los asiduos visitantes al picadero
– No hay pedo, si nos van a llevar pues que nos lleven pero hay que fumarnos nuestro tanque, agregó su hermano
Apresurados, se fumaron sus tanques de piedra; no iban a desperdiciar, coincidió El Chivo. Entonces entra la Federal.
– A ver ustedes ¿qué onda?
– No pues nosotros sólo somos compradores, venimos a comprar, somos adictos
– Y ¿quién es el que la vende?
Pero en estos lugares nunca está el patrón, el dueño de la droga, el mero machín; por lo regular siempre contratan a un adicto al que le tienen confianza, le ofrecen chamba a cambio de una dosis.
Esa noche la Policía Federal se llevó a tres como detenidos, a los demás los golpearon, los echaron a la camioneta como si fueran costales, boca abajo, uno encima de otro. El Chivo pensaba que los iban a llevar en calidad de detenidos pero no, los dejaron por Etla.
– Saben qué bájense, lléguenle a la chingada, les dijeron tras darles unas patadas, les dieron la viada.
El Chivo ya no era un desertor, era un marginado.
Tercera parte
Juan Carlos Zavala
I.
El sol pega a plomo. El Chivo se hizo el fuerte como cualquiera con grandes o pocas cantidades de alcohol en el cuerpo, quería ver a su hija y zigzagueando llegó hasta el preescolar donde estudiaba, estaba ebrio, tanto que cayó en la puerta de la escuela y se quedó dormido. Ahí se quedó tirado y llegó la hora de la salida, los niños le pasaban por encima para poder cruzar la puerta, los padres y madres también, daban grandes zancadas para evitar pisarle. Entonces sale su hija y lo ve en el suelo.
¿Ese quién es?, se parece a mi papá – le pregunta a su madre.
No, no es tu papá – le responde.
Cuando despertó era algo más que tarde, los teporochines, sus compañeros del escuadrón de la muerte, al cual se había unido hace meses, le contaron lo sucedido.
El Chivo había tocado fondo, quizá en este momento podría decirse que no podía caer aún más. Había perdido la confianza de su familia, de sus amigos, del barrio que un día lo encumbró, ya no había dinero ni mujeres, lo miraban con desprecio y peor aún, con lástima. A su hermano ya no le servía, no daba el ancho para los atracos con los cuales conseguir dinero para la droga.
“Unos cuates me buscaban, los que supieron que yo vendí drogas, para preguntarme dónde vendían, pero les decía mira güey yo sí sé dónde pero invítame un trago, una chela, un mezcal, porque ando crudísimo, ya no aguanto, entonces me engañaban con diez pesos, ten diez pesos, pinche guey, eres un pendejo, mira dónde fuiste a caer, vales verga, me miraban con pinche desprecio”, narra.
II.
A Francisco se le acabaron las fuerzas y se le cerraron las puertas para conseguir dinero, la malilla ni siquiera le permitía cometer asaltos. Lo primero que tuvo a la mano para alivianarse fue el mezcal, le dio un trago y tuvo un efecto casi mágico, le quitó la ansiedad, la desesperación, le controlaba, le quitó las ganas de meterse piedra, negra, perico o mota. Ya nomás puro mezcal.
Ese aliciente lo consumía desde la cinco de la mañana, se echaba su sorbo, para las diez de la mañana estaba pedo, dormía una hora, despertaba y otra vez volvía a tomar, ingresaba ahora al mundo del alcoholismo. Se juntó con el escuadrón de la muerte, como se conoce a un conjunto de personas que se juntan para beber, duermen en las calles y mendigan por unos pesos para conseguir más alcohol. En la ciudad de Oaxaca y en la zona metropolitana hay muchos, se encuentran y deambulan por las distintas colonias, algunos hasta en el Centro Histórico, pernoctan en pleno Zócalo.
Francisco estuvo con los de San Pablo Etla, con los de la colonia Siete Regiones, de la agencia Donají, de la colonia El Jardín, hasta llegar al Paseo Juárez El Llano, dónde vivió por dos meses, con costras y costras de mugre en la piel.
III.
La madre de Francisco recuerda esos días como los de su mayor pesadumbre, los vecinos llegaron a culparla.
– Me decía la gente, señora ¿dónde estaba cuándo su hijo empezó, por qué no le habló?, y les respondía – yo no me di cuenta.
Cuando era joven, la madre de Francisco – que se dedicaba a la elaboración de pan – tuvo un accidente en la Ciudad de México: al descender de un camión urbano, este aceleró aun cuando no terminaba por bajar, hizo que cayera y le pasó encima de su brazo izquierdo. Le mató por completo esa extremidad, la cual aún le cuelga inerme.
Pero ni eso se compara con el sufrimiento de ver a uno de sus hijos a punto de la muerte, derrotado por las drogas y el alcohol.
“Fue muy feo, anduvo 15 años así, desde los 14 cuando estaba en la secundaria que se metió a las bandas. Luego andaba encuerado, con un short nada más, se tiraba en la calle. La gente me decía recoja a su hijo, porque se va a morir ahí. Ya sus labios estaban morados, hinchados”.
Nunca, sin embargo, se rindió. “Yo dije a que se muera en la calle, voy a hacer lo último, lo llevé a un centro, le dije a Dios te lo entrego, y si va a morir en la calle, si quiera ya murió mi hijo, pero dignamente”.
Con Francisco se intentó de todo: le dieron chochitos homeopáticos, unas pastillas de dulce con un ligero sabor a alcohol que suelen ser sólo placebos, su pareja lo obligaba a rezarle a la Santa Muerte, estuvo en varios centros de drogadicción o anexos, lo llevaron con curanderos, a cultos, a grupos de alcohólicos anónimos.
Estuvo internado en los centros Libertadores de Israel, Obreros de Cristo, Betania, Cuarto y Quinto Paso. Escapaba siempre de ellos. Cuando fue ingresado a Obreros de Cristo, a los 15 días subió al baño, abrió la ventana, rompió los alambres que la protegían con una varilla y saltó de un segundo piso. Él estaba seguro que ya se sentía bien pero recayó a unas cuantas horas de haber escapado.
“No te metas en mi vida, puta madre es mi vida, qué te metes. Mi esposa me dijo, mira sabes que te voy a dejar, yo le respondía, lárgate hay más culos, lárgate mija, no me importas, no quiero saber ni de ti, no quiero saber, no me importa”, eran algunas de sus respuestas.
IV.
A El Chivo le tendieron una trampa porque no había de otra, aunque el dijera que quería cambiar no hacía nada por dejar de drogarse o tomar. Un día, después de más de dos meses de ausencia, de vivir en la calle, regresó a su casa. En lo que fue a comprar un pomo, su familia urdió el plan y lo preparó todo.
Su sobrina fue el anzuelo. Se acerca para saludarle y de inmediato corre hacia la esquina de la cuadra hasta que se le pierde a la vista. El Chivo se desconcierta por el extraño comportamiento pero además, porque no ve a nadie de su familia, ni a su mamá.
Entonces camina hacia la esquina donde corrió su sobrina, cuando llega un hombre lo agarra por la espalda. – Mocos, Policía Judicial –, le dice. – Pero ahora qué hice, no hecho nada –, responde mientras intenta golpearlo con el codo.
Lo suben a una camioneta entre jaloneos y golpes que lanza para tratar zafarse, para calmarlo le dicen que saben que su madre vende mariguana y si no para, también a ella la llevan presa. Eso lo asusta y lo calma, hasta que por fin le confiesan que son de un centro de rehabilitación, de un anexo.
Al llegar lo meten al cuarto de los tesoros, una habitación donde mantienen por varios días a los nuevos internos hasta que se desintoxiquen.
“Llegó la noche y empezó la cruda. Pinches pesadillas, empecé a sudar bien bruto, y sudaba, se retorcían los brazos. De ahí un guey que estaba, un chaparro, empieza a convulsionar, pinches ataques, te da miedo, te asustas, algo bien horrible. Entran los ayudantes, le jalan los pies y le meten una chancla en la boca, le echan alcohol en el ombligo. El chavo se mordía la lengua, el labio, bien gacho. Gritan dile que vuelva, que vuelva, le empiezan a pegar y logran reanimarlo”, relata El Chivo.
V.
Francisco no podía dormir, veía luces y se le retorcían los brazos y manos, deliraba. Poco a poco le dosificaron el alcohol hasta que lograron quitárselo por completo, estuvo más de 18 días en el cuarto de los tesoros. Iba por seis meses y decidió quedarse un año.
Incluso, por un año más volvió al anexo pero como ayudante y como una forma de agradecimiento, vendía diversos artículos para contribuir a los ingresos del centro mientras recobraba la confianza de su familia, necesaria también para conseguir trabajo nuevamente.
Ahora Francisco, conocido en su barrio como El Chivo trabaja como chófer de una unidad de transporte público, volvió a encontrar pareja y aún vende lámparas, plumas y otros artículos de 10 pesos para ayudar al centro. De su futuro, tal vez en poco tiempo, cuenta, se convierta en un pastor, en un predicador.
“Este hombre es otra persona. Ahorita es gente, un tiempo fue animal, pero ya salió. Fue obra de Dios, es obra de Dios. Porque antes le decía yo hijo, yo te quiero tanto que antes de tenerte yo adoraba que me dijeras mamá, por esa palabra de mamá. Ahora le digo te entregué con Dios, ahora eres hijo de Dios. Le digo soy tu hermana, ya no eres mi hijo, porque somos hijos de Dios”, resume su madre.
Francisco, El Chivo, entonces, ya no es un marginado. Es un tesoro.
Fin
El 16 de julio de 2022, alrededor de las 22:00 horas, Francisco fue asesinado. Tenía 31 años de edad. Cuando terminó su jornada como mototaxista del sitio Volcán de Fuego y como era su costumbre, acudió a un establecimiento de hamburguesas en la colonia Ampliación Volcanes de la ciudad de Oaxaca, pidió una para cenar y ocupó una mesa junto a la puerta del establecimiento, cerca de su mototaxi color blanco. Dos hombres en una motocicleta llegaron al lugar, uno de ellos descendió de la moto, desenfundó una pistola, apuntó y le disparó en al menos cinco ocasiones.