NÉSTOR Y. SÁNCHEZ ISLAS
Para el turismo las fiestas de los Lunes del Cerro son solamente eso, fiestas de música, folclor, mezcal y baile. Para los oaxaqueños son mucho más que eso porque, más que folclor, se trata de nuestra identidad proyectada a nivel mundial. Las modernas fiestas del cerro, con 90 años de antigüedad, crearon un nuevo orden que incluye cuestiones políticas, económicas y culturales. El homenaje racial de 1932 moldeó los signos identitarios que hoy explotamos comercialmente, incluyendo los símbolos de la religión mesoamericana que aún tienen presencia y significado, como la diosa Centéotl o el cerro motivo de la peregrinación.
Las fiestas y celebraciones son parte de nuestra condición humana, son creaciones del hombre y no de la naturaleza. Somos nosotros los que celebramos los ciclos de la tierra y el cosmos otorgándoles significaciones diferentes de acuerdo con nuestras propias vivencias. Algunos de esos significados los compartimos con culturas al otro lado del mundo.
Los Lunes del Cerro, o Guelaguetza como mucha gente les dice de forma errada, servían como lazo de unidad a una sociedad dolida y dividida porque, por algunos días, convivían a pesar de sus diferencias sociales y económicas. Hoy no es así. La política las ha convertido en fiestas para el turista con poder económico como para pagar altos precios para entrar al espectáculo, pero también para pagar el hospedaje, la comida, el mezcal y las artesanías.
Las polvorientas veredas para subir, el entarimado improvisado y los palcos de honor construidos con carrizos y palmas aportaron más a Oaxaca que los modernos palcos llenos de invitados especiales, “gorrones” de alto nivel, que vienen cargando su desprestigio, pero con cargo al erario.
Los 90 años de las fiestas han recibido una gran inversión de parte del gobernador y del presidente municipal. Y más allá de que es su obligación el apoyo a las actividades culturales existen razones menos visibles. Más allá de los romántico que es la “máxima fiesta de los oaxaqueños” no hay que dejar que se nuble nuestra percepción sobre el uso legitimador que los políticos le dan.
Cada político lo hace, convive temporalmente con la gente de la calle para tener aceptación. Hoy tenemos un caso especial urgido de legitimidad: el gobernador es originario del Estado de México y nuestro presidente municipal es de San Andrés Zautla, Etla. Nuestros gobernantes, en estricto sentido, son avecindados de Oaxaca y necesitan el uso de toda esta simbología a su favor, como lo dejan ver sus cuantiosas inversiones de tiempo para encabezar cualquier celebración de julio, dar conferencias, entrevistas y placearse entre los expositores de las muchas ferias artesanales del momento.
Eso sí, no se pasean solos, van acompañados de sus respectivas cortes que incluyen desde la aristocracia local hasta los que servilmente se ponen, literalmente, de tapete. Pero tampoco nos dejemos llevar por ese razonamiento tan simple. Las cortes han tenido, a lo largo de la historia, papeles determinantes en el futuro de sus naciones. Y es el caso actual de Oaxaca.
La corte le sirve al gobernante como puente de comunicación con grupos sociales y económicos que le son de utilidad. Se crean lazos de lealtad. Y compromisos recíprocos. El Centro Gastronómico de Oaxaca, por ejemplo, es resultado del trabajo cortesano de la pequeña burbuja aristocrática de los mandiles y sartenes más que de la necesidad de una cultura gastronómica local cuyo origen es eminentemente popular. Una consecuencia indeseable del trabajo cortesano es que, normalmente, los beneficios se los quedan ellos y es muy poco lo que llega a otros grupos.
La participación de políticos en fiestas de origen religioso y popular tiene como consecuencia la politización. El descrédito de la clase política se transfiere a las fiestas. Es el caso de la “Guelaguetza” en este año. Las redes sociales se han nutrido de todo tipo de opiniones que muestran el rechazo de la gente por algo que apenas hace unos años eran esperadas con alegría. Algunos de los invitados especiales son notoriamente impresentables, como la gobernadora de Guerrero, el general Cienfuegos o la señora Rocío Nahle. Su presencia provoca que la gente, con desprecio, le llame “la Guelaguetza oficial”, es decir, la fiesta de los políticos, sus cortesanos y los turistas, no de los oaxaqueños.
Este año el ayuntamiento y el gobierno estatal pusieron especial énfasis por ser el aniversario 90 de las fiestas. Tiraron la casa por la ventana con pan y circo. Sin embargo, la nota se la llevan las calles llenas de basura, de malos olores, de ambulantaje desbordado, de fumadores de yerba deambulando y la cantidad de alcohol que ha corrido por ellas.
Oaxaca pierde y perdemos todos. Del “Oaxaca lo tiene todo” a la “ciudad educadora” lo que queda en la memoria colectiva es una ciudad convertida en enorme cantina con pleitos de borrachos transmitidos en todos los noticieros y redes sociales.
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