Por Rodrigo Islas Brito
“¡Vamos andando porque el fandango está a punto de empezar!”. La historia de Eleonai Rivera es un río de lo peculiar, es un danzón en el arte de aprender a resignificar el tiempo. La vida de un convencido que en el acto de ir caminando por acá y por allá se puede ir conociendo el mundo, o una pequeña parte de él. El pintor y autor se observa amorosamente anclado a la superficie terrestre que guarda en sus meras tripas aquello que no vemos. “Aquello que no alcanzamos a percibir cuando las entrañas de la tierra se empujan entre sí, en el movimiento que destruye y hace reflexionar”, se puede leer en sus blogs de poesía, vivencias y frases de una existencia que en su último aniversario fue definida a la hora de partir el pastel con unas tonaditas de Gracias a la vida, himno atemporal sobre el placer y la suave exigencia de estar vivo de la inmortal Mercedes Sosa.
“Es increíble lo vulnerables que somos en la naturaleza de la que formamos parte”, reflexiona el ingeniero en las cosas que escribe después de sobrevivir a perdidas devastadoras. La de su hermano Eliab, el mayor, con el que creció y se hizo persona, la de su amada esposa, Flor, con la que conformó una familia y que tanto lo conoció la mayor parte de su vida. Electricista con cargos trascendentes y física y psicológicamente demandantes en la Comisión Federal de Electricidad durante más de treinta años, una vez jubilado Eleonai decidió abrazar todas esas pasiones que había venido posponiendo desde su misma juventud: la pintura, el arte, la plástica, el acto de mirar como un milagro el atisbo mismo de la creación.
Ya sea con el retrato del sembradío de trigo de su abuelo en la que casi se vuela un dedo con una hoz cuando era un mocoso que ayudaba a las labores de ese campo que tanto siempre lo ha inspirado, o la radiografía hecha superficie de los electroshocks con los que combatió a los dolores físicos más terribles de su vida en donde describe la geografía que han de rodear los orígenes de esa energía que puede sanar cuerpos y prender ciudades, que el cuadro familiar con Eliab, aquel añorado hermano fallecido prematuramente, capturados los dos para la posteridad en una visita a finales de los cincuenta a un tianguis de flores y artesanías en el que la existencia simplemente se sintió perfecta.
Eleonaí Rivera enfoca su camino pictórico en la traducción de sus recuerdos, en su certeza de que todo pasa justo frente a nuestros ojos siempre que nos mantengamos atento para poderlo ver. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Cómo?, son los cuestionamientos a los que el artista parece querer responder en sus trazos. Sobre una manifestación humana que se ha venido dando desde la existencia misma del ser humano, de sus épocas, de sus entornos, de sus maneras de entender el mundo.
Para Rivera el arte es una forma de registrar la historia. Su historia, la historia de los que quiso, conoció y continuará queriendo. Es el pincel con el que alivia las pesadillas de sus extravíos, con el que propone nuevas y más llevaderas vertientes para el control del daño que concentran sus cicatrices. Para Eleonai pintar, trazar, es procurar que el camino sea largo. Que la aventura se torne infinita.