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viernes, noviembre 22, 2024

Eduardo Farres y la búsqueda de una música real que no termine covereada en una cumbia

Reportajes

Por Rodrigo Islas Brito

“La música que yo hago no la puedo calificar ni de fácil ni de difícil, pero si te puedo asegurar que tiene una buena investigación de los materiales”, confiesa el músico cubano-argentino-oaxaqueño Eduardo Farres, a propósito de la presentación de su nuevo material conceptual y esclarecedor acerca de los viajes y vaivenes del sonido: Eduardo Farres Real Project. Asociación musical con el pianista Feyo Jimenez y la polifónica, Bibi Pérez, cuyos orígenes parecieran estar en todos lados y en ninguno. “En mi casa todo el día había música, me crie escuchando a Miles Davis, Duke Ellington, John Coltrane, Gustave Mahler y Ludwig Van Beethoven, comparte el artista a propósito de su calidad de ser un nacido en la Habana, de padre cubano y madre argentina, que vivió toda su infancia en Cuba y cuya familia se mudó a Argentina cuando él tenía doce años.

La madre de Farres, fallecida recientemente, era una melómana de familia de obreros gráficos, su padre, quien falleciera en sus cuarenta, era un atleta olímpico percusionista de jazz. Los dos se conocieron en la cancha del River Plate en los Juegos Panamericanos de 1952. En la Habana vieja el hoy guitarrista y catedrático musical asegura que su vida era hermosa. “No había mucha comida, vivíamos en una casa de pisos de mármol y puertas interminables con un esplendor que ya tenía por lo menos un siglo de haberse apagado. Vivíamos en una utopía de personas que creían que iban a cambiar el mundo. Mis primos hermanos que viven en Cuba son hombres y mujeres muy comprometidos con la Revolución Cubana. Todos vivíamos racionados con una libreta que nos daba acceso a ciertos productos contando con la existencia irremediable de un mercado negro. Todos los días el gobierno cubano nos entregaba un litro de leche a cada niño”, relata el exintegrante de El Dengue, banda recordada de ska con un éxito bastante meteórico durante la etapa en el que el Rock en tu idioma azotó a México, víctima de las malas artes comerciales de la disquera Polygram y un manager que se volvió legendario por ser un gangster y de cuyo nombre no vale particularmente la pena acordarse.

Crecer en la escuela y en la calle llevó al niño Farres a jugar beisbol de cuatro esquinas con un corcho y un palo de escoba. “Todo el tiempo yo estaba con gente que tocaba, mi oído interno se agudizó, los tambores me seguían a todos lados. Recuerdo que el cumpleaños de mi abuela Cora duró tres días y el ritmo no cesó nunca. Era imposible pensar en la música como una actividad distanciada de la experiencia de la vida”, puntualiza el hermano mayor de Coral y Natasha, sus dos hermanas más chicas que viven en Argentina, que aunque no se dedican de tiempo completo a la música, la han llevado siempre. Farres llegó a Argentina en un momento de estallido del rock en los primeros años de los setentas, una irrupción absoluta con un lenguaje propio muy fundamentalista en cuanto a que era y no era lo comercial.

Las primeras bandas de Charly García fueron para el guitarrista sus primeros boletos para volar. A pregunta expresa de una tercera persona, Eduardo considera que Sumo, banda que vino unos diez o quince años después de la primera oleada de rock argentino era una enorme banda con una de las liricas más profundas que se hayan oído en Buenos Aires, pero que básicamente su inventor y pivote, Luca Prodan, le parecía “muy payaso”. “Con quien realmente sigo soñando que hablo es con Luis Alberto Spinetta”, suelta a bocajarro el músico “Cuando empecé a hacer música sentía que todo lo que hacía era demasiado cercano a él”, confirma sobre el fundador de Almendra. El también historiador del arte recuerda que el rock cantado y pensado en español llegó a Argentina con este grupo y con otras dos bandas que resultan seminales: Los Gatos y Manal. El entrevistado recuerda con vehemencia a otras bandas del Flaco como Pescado rabioso e Invisible. “La búsqueda musical de Spinetta es impresionante”, abunda el autor de una obra con un desarrollo armónico, positivo y desarmónico donde “la improvisación es una constante y tal vez la única alternativa”.

A los 24 años de edad, después de haber pasado su juventud semiescondido en una escuela de ingenierías técnicas agrícolas de la Pampa, como una medida materna para mantenerlo a salvo de una dictadura militar argentina torturadora, fratricida y desaparecedora, sobre todo de jóvenes hijos de abiertos militantes de la Revolución Cubana, Eduardo Farres llega a la Ciudad de México un mes después del fatal terremoto de septiembre de 1985. “Las calles estaban tomadas, la movilización popular era total”. Un intercambio académico fue el motivo para que el joven Farres ya no volviera a Argentina y se quedara a aprender jazz en la Escuela Nacional de Música, donde conoció al saxofonista Miguel Samperio y La banda elástica, a quien el argentino identifica como sus mayores influencias socrático- musicales. “El rock entonces me empieza a parecer complaciente y regreso al blues, lo cual me permitió asimilar un montón de cosas muchos años después”, recuerda el intérprete.

En un concierto que El dengue da en Querétaro, Farres conoce a la bailarina y coreógrafa Laura Vera, con quien construirá una vida de pareja y familia que lo llevará a vivir en Oaxaca y formarse un viaje profundo por las músicas tradicionales del sur de México y la amistad con músicos de son jarocho, como el grammynizado, Fernando Guadarrama, genero donde el argentino oaxaqueño decidió hacer campo y escenario. Circuito donde termina siendo integrante por seis años de Paulina y el Buscapie, grupo del que por alguna hermética razón no quiere hablar mucho y solo recuerda que él es el autor del noventa por ciento de la música original del segundo disco de la banda, ese que los llevó por varios escenarios internacionales.

De vuelta al presente, el también exintegrante de Tapacamino, confiesa ser un discípulo del músico Víctor Rasgado y un convencido de alejarse de la consonancia. De viajar y trascender todos los sentidos posibles. “Los métodos y la visión crítica juegan como un catalizador de la música que hago hoy en día, Real Project empezó en forma virtual , con dos becas de fondos públicos estatales y nacionales”, cuenta Farres, citando que la nacionalidad de sus colaboraciones para concluir los dos videos prometidos, viajaron prácticamente por toda Sudamérica. Farres reconoce que para él la Pandemia Mundial de Covid 19, a pesar de la muerte y desgracia que puede haber dejado en el mundo, fue uno de sus momentos más musicalmente fecundos.

“Contigo a la Distancia, fue un programa de becas que nos permitió a Laura Vera y a mi estar produciendo al full en medio de un departamento en la parte más dura del encierro, esa donde aún no existían las vacunas y le pasabas cloro a los huevos” recuerda el entrevistado sobre una etapa en la que produjo dos conciertos virtuales donde la alternancia de instrumentos y de colaboradores, como Pablo Novoa, multinstrumentista y productor español, fue la constante.

Sobre lo que viene en esta etapa de producción musical que apuesta a sintonizar los canales y los problemas, Eduardo Farres no tiene duda de que será grandioso. “O al menos mucho más interesante que escuchar a las cantantes oaxaqueñas cantar una versión más de Nayla y La llorona”, apunta el también crítico de hacer una música que tenga una complejidad que vaya más allá de tener siempre que convertir todo en una cumbia”. “Contra eso sí que no puedo”, concluye el músico entrevistado.

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