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viernes, septiembre 20, 2024

El turno de la sanguijuela

Reportajes

Fer Amaya

Se esmirria la sanguijuela sobre la pared del vaso. Ha hecho camino desde un pozo serrano, hasta un campamento costeño en donde se le trata con sigilo e interés. Hay que saber más de ella, de sus aptitudes de sobrevivencia y de su vocación azarosa por la sangre. Pero a mí sólo me interesa la sanguijuela en sí, los movimientos y recorridos que hace en su tal vez muy corto periodo de vida. 

Se sabe que en su medio natural aprovecha la llegada de los animales de monte cuando, ajetreados por la sed de varias horas, hunden sus belfos en el agua turbia y sagrada de algún venero disimulado entre la hierba apretujada y densa de los terraplenes húmedos. Entonces viene el turno de la sanguijuela. Con sus humildes ventosas, se prende de la carne blanda en la aguda trompa del venado, y al instante succiona la pequeña gota de sangre que le permite ser en la vida. 

Esta acción inoportuna causa dolor en el astado; una sacudida enérgica la desprende del sitio en que encalló y, o bien regresa al borbollón donde mora, o bien queda pegada en las hojas de alguna mata circunvecina. 

Y es aquí donde mi interés por la sanguijuela cobra especial importancia, al evocar la odisea que le permite retornar al agua si es que el trompazo del ciervo la hace volar sobre el follaje para dejarla muy lejos del recipiente que la abriga. La observo caminar por la pared del vaso; digo caminar quizá como un equívoco porque al carecer de pies no camina, sino que se desplaza de un lugar a otro con casi el mismo método que utilizan los gusanos y las lombrices, pero con una adición a esa capacidad de estirarse y encogerse para desplazarse. 

Aquí lo útil de mi observación: la sanguijuela estira su cuerpo flexible, como pasaría con nosotros si nos crecieran las extremidades. Fija el punto de su impulso al alargarse, con las mismas ventosas que utiliza para adherirse a su cándida víctima propiciatoria, y suelta el cuerpo en un ejercicio de flacidez insospechada, ese impulso le permite resbalar por la pared del vaso como lo hace sobre la superficie de las hojas de helechos y algas a fin de recuperar su hábitat inédito. 

Les cuento la experiencia de la sanguijuela, única y especial, imposible de verificarse en otro ser del reino animal, menos en el hombre o la mujer de la especie humana, aunque ya no estoy muy seguro que sea así, pues hay situaciones que, para bien o para mal, nos hacen mutar. Verbi gracia, el hombre o la mujer normales cuando trasmutan en político. 

Hay toda una serie de eventos que se suceden en ese miembro de una fauna especial por deplorable: la de los políticos. Empero (que valga el adverbio), lo que nosotros conocemos por político, el aserto que no deriva de la ética, sino de su oposición adversa, sombría y funesta, la de delinquir de manera burda y vergonzante, es una cruza entre camaleón y sanguijuela, solo posible en los alebrijes que, se supone, los oaxaqueños nos fusilamos de un cartonero chilango, hasta volverlo propio, singular y ofertoso. 

Vaya, si nos fusilamos un ritmo de cancán y una tonada chiapaneca para el baile más espléndido de nuestra Guelaguetza oficial, y una gentil compostura versátil personifica y es autoridad en el eje temático de nuestra canción popular, que más no podemos esperar de nosotros mismos. Pero es el turno de la sanguijuela, pariente, así que sigamos sacudiendo el bolso de chango para hacer que aparezca sobre el cristal de esto que llamamos carátula digital por no decir touch, que suena como anglicismo porfiado. A cada toque la sanguijuela se encoge y estira, hasta que al final se dispersa de la mano de una necesidad urgente: dejar de escribir para conspirar dudas y certezas con el primer café de la mañana. 

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