Opinion/ Dimas Romero
Adolfo Sánchez Vásquez, en Las ideas Estéticas de Marx, sostiene que la creación artística, a lo largo de su historia ha seguido fundamentalmente dos direcciones: la de los creadores geniales cuyo talento les permite brillar con luz propia y la del arte sin nombres, silencioso, que acompaña a los individuos desde tiempos prehistóricos, en su dolor, temores y esperanzas y que, sin perder su carácter colectivo y anónimo, perdura a través de los siglos añadiendo nuevas manifestaciones emocionales.
Este arte anónimo se ha ido menguando, especialmente, en los dos o tres últimos siglos. En algunos países se mantiene vivo e incluso se enriquece la veta artística popular; pero se trata, sobre todo, de países que, en cierto modo, quedaron a la zaga del desarrollo capitalista moderno y no pasaron, en consecuencia, por la expropiación espiritual que trajo consigo la gran producción maquinizada. Pero en el capitalismo desarrollado el trabajo perdió su carácter vivo, con lo que se empobreció o anuló su capacidad creadora y, con ello, su folclor. A la vez, el individuo sin posibilidades creadoras en el terreno artístico, se convierte en consumidor pasivo y deshumanizado, que el sistema brinda como “arte para las masas” para mantenerlas separadas no solo del gran arte profesional, culto, de todos los tiempos, sino de la verdadera creación popular, entendida ésta como el arte que ha estado siempre en estrecho contacto con el pueblo y, por tanto, revela un profundo contenido ideológico, que es pues, un arte tendencioso.
Además, en las sociedades divididas en clases, particularmente en el capitalismo, que al arrancar el control sobre el proceso de trabajo a los obreros, castra en el pueblo su impulso creador, es inevitable que el arte sea desarrollado casi exclusivamente por individuos que no se ven obligados a compartir el despliegue de sus fuerzas creadoras con ningún trabajo físico, que por tanto, se dedican a su cultivo individual y profesional, de tal forma que por su enraizamiento en las más profundas aspiraciones y esperanzas de un pueblo, salvan las posibilidades creadoras que la creación colectiva, en las condiciones de la sociedad capitalista, no puede realizar.
Pues bien, con base en esta tesis del desarrollo del arte popular, pretendo analizar la llamada “fiesta principal de los oaxaqueños”, la Guelaguetza, cuyas raíces se ubican en 1932 con la celebración del IV centenario de la ciudad de Oaxaca, conjuntando una Exposición Regional y un Homenaje Racial, que buscaban, con una revaloración de los rasgos culturales de la entidad, atraer visitantes e inversiones para remediar la crisis provocada un año antes, por un terremoto que colapsó toda la economía. Paulatinamente se fue convirtiendo en un festejo denominado “Guelaguetza”, ajustándolo a las celebraciones religiosas del Corpus del Carmen Alto que se celebran los días domingo, lunes y martes siguientes al 16 de julio, “Lunes del Cerro”, que se repite ocho días después, la “Octava”.
A través de un largo proceso, la Guelaguetza se ha convertido en una manifestación teatralizada de la identidad de las comunidades de Oaxaca, integrada a la industria de la cultura, con “tradiciones inventadas”, simplificando las prácticas tradicionales indígenas como los Usos y Costumbres, el tequio y la reciprocidad mutua que tiene la connotación de la palabra de origen zapoteco a que debe su nombre. Esta visión inmoviliza el desarrollo de las comunidades, infundiendo a los indígenas una actitud pasiva, conformista, de participación sólo en términos del ensalzamiento de su imagen autóctona y colorida.
Y es precisamente esta imagen de los indígenas, coloridos, alegres y sonrientes, que se proyecta en la parafernalia comercial de la actual Guelaguetza, la que no le dice nada al 72% de oaxaqueños que padecen carencias en servicios básicos de la vivienda, al 42% sin seguridad social o al 80% que trabaja en la informalidad, por ejemplo, y no les dice nada de esa grandeza, porque ésta contrasta con la vida llena de carencias y sufrimientos que padecen a diario. No es casualidad que en esta edición, hayan quedado vacíos los asientos gratuitos para que el pueblo pueda apreciar la llamada “fiesta de los oaxaqueños”.
Pues bien, el territorio que hoy es Oaxaca, por su orografía y posición geográfica, solo pudo ser dominado por los conquistadores conservando las estructuras de gobierno de los grupos étnicos existentes, esto permitió que perduraran las costumbres y tradiciones autóctonas, que influyeron de manera determinante en la elaboración del arte popular durante la dominación española, como lo demuestra por ejemplo, la danza de la Pluma, creación de los frailes dominicos que representa la conquista. A su vez, estas condiciones de atraso, impidieron el desarrollo industrial, por lo que, de acuerdo a Sánchez Vázquez, no se pudo expropiar o mutilar la capacidad creadora del pueblo oaxaqueño, de tal forma que hoy podemos gozar no solo de la permanencia del arte popular, sino de la existencia, por lo menos a nivel de posibilidad, de individualidades creadoras, de genialidades artísticas que pueden recoger y desarrollar esta riqueza para utilizarla como herramienta educadora de los oaxaqueños del futuro, que merced a los vestigios de su cultura, puedan comprender que viven en el atraso y la ignominia, porque después de haberles arrebatado su tierra y su libertad, hoy les han robado sus tradiciones y cultura para beneficiarse de ella.
Debe combatirse el paternalismo evangelizador que los trató como niños que necesitaban educación, protección y salvación. Necesitamos resaltar la idiosincrasia indígena, sin anacronismos ni fobias trasnochadas, utilizando los vestigios y tradiciones de las razas originarias, tan llenos de grandezas y glorias pasadas, que sumadas a la cultura que trajeron los conquistadores, han dado como resultado el mestizaje del que somos producto, el cual nos debe llevar a sentirnos capaces de acometer grandes hazañas.
Hay que reeducarnos, revalidar nuestra historia, nuestra identidad toda, desarrollar, investigar, conservar lo autóctono y entender el arte en evolución, pero sin petrificarlo, sin ver a los pueblos inmóviles, sino en movimiento y además, entender la relación que guarda con su ser social actual, ver cómo se va diluyendo, porque ya solo queda como un recuerdo que va a ir desapareciendo, si no se realiza un esfuerzo decidido y se pone a los verdaderos artistas populares a que, a partir de los vestigios y restos de nuestra historia y auténticas tradiciones oaxaqueñas, reconstruyan el arte popular que refleje lo que verdaderamente es la cultura de esta grandisosa tierra que tanto le ha dado al país, aunque el país no haya correspondido de la misma manera.
Por tanto, la Guelaguetza debe dejar de ser arte comercial, para volverse verdaderamente masivo y popular, pero para ello tiene que volverse tendencioso, tiene que expresar lo indígena, las tradiciones, pero a la luz del tiempo, de su evolución. Debe arrancársele el contenido comercial de las élites que lo utilizan para embellecer su dominación, la precarización de la vida indígena en las comunidades y enriquecerse con ello y, en su lugar, expresar las angustias del pueblo, su sufrimiento y su sed ancestral de reivindicación.