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jueves, septiembre 19, 2024

La sed

Reportajes

Antonio Pacheco Zárate

—Despacio, sobrino, el mezcal es traicionero.

—No más que una vieja cabrona —dice Lorenzo. El mezcal que no llega a la garganta busca camino desde la comisura de los labios, cae convertido en gotas de desilusión en la madera carcomida. El despecho se queda.

—Estás muy chamaco. Te falta vivir.

—Pero ya quiero empezar. Si no, dónde la gracia, pues.

El rumor del río es melodía natural entre canción y canción. Lupe, el de Bronco, ruega desde la rocola que no quede huella. La anciana cantinera vuelve a llenar los vasos. Alguna vez fue una bonita muchacha, dicen. La juventud no se fermenta; se pudre.

Nadie ocupa las otras cuatro mesas cojas. Paredes de ladrillo. Guaraches sobre tierra apisonada. Luz amarilla de un foco en cuyo ladrón la cadena se extiende con un cordel que se balancea sobre sus cabezas. El despecho da vueltas de aquí para allá.

—Esta es su primera borrachera —le dice el tío a la cantinera—. Anda tomando porque se le fue viva la primera paloma.

—Y yo aquí a la espera de un último pájaro —dice ella—. Cosas de la vida.

La cantinera cambia de mano la botella e intenta acariciar el pelo de Lorenzo. Él chasquea la boca y ladea la cabeza.

—Todo hace olvidar el mezcal, menos las ganas de amar —dice ella y suspirando vuelve a su lugar tras el mostrador de madera. El cabello suelto, como lo llevan las chamacas.

—Ya está muy vieja para andar coqueteando —murmura Lorenzo.

—Esa cosita de allá abajo no sabe de años. La mujer era buena haciendo lo suyo.

Lorenzo bebe apurado. Canta, y como el de Bronco él también quisiera decirle a Oralia que ya no puede más, que daría cuanto fuera por volver a empezar. La voz se le quiebra. Pero carraspea y la reafirma. Entonces promete olvidarla. Después, cuando el cantante asegura que no se van a olvidar aunque se destruya el mundo, promete volver a buscarla. El vestido corto, bien cortito, de Oralia. El olor a jabón Zote en el cuello de Oralia. Los pechos suaves y tibios de Oralia. Las ansias de hacer lo que a toda hora imagina. El tío hace una seña a la cantinera. Le pide que los acompañe. Contrario al olvido, ella no se hace del rogar y llega con una botella que empuja al centro.

—Hasta los veinte tuve yo mi primer revolcón —dice el tío.

—No me acuerdo a qué edad fue el mío —dice la cantinera—. Pero espero que no haya tenido ya el último.

—Eso es como el mezcal. Después de probarlo, quieres más.

—Todos mis amigos ya —alega Lorenzo.

—Los míos todos muertos. Y yo no tardo, pero quiero irme satisfecha.

El tiempo se evapora entre tragos, palabras a gritos y canturreos desafinados. El tío avisa que va al baño. Sale al patio dando traspiés. Lorenzo cuenta a la cantinera de las ocasiones en que Oralia estuvo a punto de entregársele, pero se arrepentía en el último instante.

—Por eso le dije que mejor ahí la dejábamos —dice.

 Y Oralia, por despecho, se hizo novia de otro en el baile del sábado. Se lo contó un mal amigo.

—Pero me quiere a mí —asegura.

Recibe una palmada y un chorrito de mezcal en el vaso. La cantinera le dice que a ella, del amor, no le quedan buenos recuerdos.

—De todos modos, hay que olvidarlos. Suficiente tenemos con los malos días. Es sabroso este de gusanito, ¿no? Pero ya te dije que bebas despacio, niño, que el mezcal es para hombres.

Él le ordena que le eche más, al fin que, como dice la canción que ahora suena, él se emborracha por ella y la cabrona de Oralia quién sabe en qué andará.

—No regresa mi tío —agrega.

—Se habrá dormido allá afuera o ya se fue. Déjalo. —Acomoda un mechoncito blanco tras la oreja. Le desliza el dedo medio por el brazo. La cabeza de Lorenzo se balancea. Al despecho hace rato que lo tumbó el mezcal.

—Se ve luego luego que de joven fuiste muy bonita.

—Lo sigo siendo donde no hay luz.

El viento abre la ventana. Los agaves azulados no se esconden de la noche.

—¿Apago el foco? —pregunta ella sosteniendo el cordel sobre su cabeza.

—Sí. —Saborea el mezcal mirándola bien fijo y a los ojos—. Hace chula luna.

—Entonces hay que cerrar también la ventana —dice en el tono de un secreto.

A lo lejos, los perros ladran impacientes. En la rocola, Lupe, el de Bronco, canta Sed.

Del autor:

Antonio Pacheco Zárate. Oaxaca, México. Ha publicado en periódicos locales y en distintas revistas y páginas literarias. Es autor de la antología de cuentos Sol de agosto (Ediciones independientes Matanga/2020), de la que es parte La sed, y de la novela Centraleros (Matanga Taller Editorial/2021).   

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