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jueves, septiembre 19, 2024

El pueblo de los flacos 

Reportajes

Fer Amaya

San Juan de los Flacos, a partir del empeño y la costumbre, llegó a ser el pueblo de los enjutos y endebles. Nada extraordinario ni fuera de lo común, aquel lugar, ni luminoso ni opaco, vivía sus rutinas como las viven los pueblos del trópico, entre la salitre de su agua escasa y el sopor de su calor abundante. Cualquier despistado podría argüir que esa era la causa de las carnes flácidas y enjutas de la gente de San Juan, pero tal argumento cae por su propio peso si se verifica que en San Luis, precisamente de los Gordos, el pueblo de al lado, vive sólo personal generoso de carnes y mantecas. Razones imperceptibles, que escapan hasta a la sorna del más avieso, nos hacen comprender que ni siquiera una segregación de tipos, en aquella frontera insumisa, pudo haber caracterizado a cada pueblo con su atributo, merced a que hubo nupcias recurrentes entre varones y damas de las dos comunas. Algún magnetismo, alguna yerba espuria, que se yo, hacían que los de San Juan fueran flacos; y los de San Luis, gordos. 

Amén de lo anterior, en San Juan de los Flacos ocurrieron hechos que hacen digna, si no de diatriba, por lo menos de interés la presente relatoría. 

En menos que pía un pollo habrán entendido que llegué al lugar señalado como gente ajena al mismo, y que me tuve que acostumbrar al contraste entre aquellos seres magros y mi presencia de hombre robusto y hasta hobachón. No hizo falta mudarme al pueblo contiguo, pues mi afecto y mesura agradó tanto a los de San Juan, que me adoptaron en forma íntegra y definitiva. 

Me ofrecí como tutor de los chamaquillos en edad escolar; pero, al percatarme que no eran muy visibles para una vista normal, pedí a sus padres que los vistieran con blusas de colores encendidos e, incluso, que hasta portaran un foco para que la iluminación me permitiera ubicarlos al llamarlos por su nombre. Ante la eficacia de aquella medida, en el pueblo se empezaron a uniformar todos, eligiendo un color por barrio y colocándose  un foco de luz blanca alimentado por una rejilla solar montada en la visera de la gorra o el ala del sombrero. 

Cualquier suspicaz hubiese asegurado que aquel pueblo estaba poblado por cocuyos, pues a eso se asemejaban las parvadas de huesudos gentiles en los paseos y recorridos de aquella urbe tan maleable y provechosa. Estoy seguro que la de todos era una vida feliz pues, aunque escasa, en el sentido de su forma, la comida nunca faltaba y la bebida, tan magra por lo mismo, era como un polvo de bicarbonato con un sabor especial e irresistible; alguna vez probé el provecho de los vecinos, distinto en su forma más semejante en su densidad y predicamento, pero mi adhesión a la dieta de los míos, hizo inmejorable su provisión y manejo. 

Se preguntarán si tuve una mujer de luz y colorido especial, e incluso si procreé criaturas con ella; pues sí, la tuve y es precisamente el motivo y la razón de estas líneas, mi vivir pleno e inolvidable con ella, la vida floreciente y virtuosa con ella, los sueños agudos y frágiles que su condición de mujer me permitieron, y la avena de sol que me deja compartirles las vivencias y pasiones que despertó en mí un lugar poblado por fantasmas reales, tan reales que aún aparecen en todos los registros civiles habidos y por haber sobre la faz de la tierra.

Ahora vivo desterrado de todo, incluso de los recuerdos de una vida amena y grandiosa, eso me permite compartirles mi gusto por lo sensacional, aquello que solo puede sobrevivir en lo escrito, como si la escritura fuera el gen o genoma de lo que está por venir, tan solo para concluir y volver a escribirse. 

En los próximos siglos no habrá quien se acuerde del pueblo de los flacos, ni de su contraparte; pero ahí estarán estas líneas dibujadas ya sobre el hastío de los años que pasan, vestidas con los colores y la luz de los fin…

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