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jueves, septiembre 19, 2024

En la calle del Alhelí | Las letras de la página diaria

Reportajes

César Rito Salinas

Tal vez sea necesario que en el aire se sienta una amenaza, que algo aceche, que se enrarezca la atmósfera y logre el tiempo propicio en la mano decidida a buscar las letras.

Al final estamos como el primer simio que bajó del árbol, con los ojos puestos en la palma de la mano.

Lo que es curioso, voy a otra escritura para terminar el trabajo del escrito ya iniciado.

¿Así luego?

Así, busco sacar el ánimo para entender lo que no está escrito.

A mi me pasa esa extrañeza con la lluvia, la tarde, el olor del tabaco.

Tengo treinta y cuatro años de vivir lejos del lugar donde nací, nunca logré integrarme a la ciudad que habito, soy un extranjero; hablo en mi lengua, pero sé bien que no me comunico, que estoy solo en una habitación formada por rostros, calles y callejones.

¿Cómo así?

Si, hago la vida sin paz en el corazón.

Digo que para sentarse a escribir tal vez sea necesario sentirse frágil, con pocas palabras para tener el valor y ponerse en la mesa, rebuscar entre las letras la expresión justa que te presente de cuerpo entero. Aunque no sabría bien decir qué cara tendrían esas letras, qué sonido o desde dónde llegarían.

Bueno, será un avance identificar lo que haga falta.

Mientras paso el domingo en casa, al pendiente del reflejo de la tarde o de las primeras luces que se encienden antes de que entre la noche.

¿Ya tienes el principio qué te falta?

Algo, no sé lo que me hace falta, a veces tiemblo o me enfado, el pulso falla, no sé lo que me hace.

(poner la historia del ebrio, del niño ebrio).

Madrugada, escribo, recuerdo. ¿Qué llevas ahí?, preguntó la joven. Un libro, respondí, pero escondí los brazos. Ella me devolvió el libro, me dijo que le habían gustado mucho los poemas, caminamos por la playa, era la tarde, las olas mostraban la cresta blanca, no cesaban de precipitarse como niñas malcriadas sobre la arena. Ella se alejó unos pasos, pude ver el libro, hojearlo. Volví a leer la dedicatoria que había escrito, una fecha, un nombre, en las líneas que aparentaban ser un poema una corrección ortográfica: almohada -ella, sin comentarlo, había corregido mi falta, yo había escrito almohada sin h. 

El lector olvida el título de los libros, las fechas que con pulso inoportuno intento fijar; el nombre del autor, el tema del libro. El lector es puro olvido, sólo recuerda atmósferas. De aquella tarde con mi novia de la adolescencia recuerdo el mar, las olas que nunca callaban. La arena; olvidé aquellos poemas. 

Madrugada, escribo, recuerdo; del tiempo de la adolescencia queda el olor de la madrugada, ese gusto que produce estar activo cuando todos duermen. De madrugada tengo el gusto de caminar descalzo. Este gusto de los años de la adolescencia, despertarse a media noche, pensar en la novia con el peso del silencio sobre los párpados. Sentir la soledad, y qué bueno, descubrir que estás solo. 

Del tiempo de la adolescencia, del gusto por las horas de la madrugada hice gremio con la lectura, verdadera hermandad. Despertaba y estaba solo, extendía el brazo, alcanzaba el libro. Cualquier libro, pasar las horas hasta que llegaba el alba. En el día estar con la gente cotidiana con un sentimiento de orgullo, era el único que sabía de la madrugada, sus sonidos. Para el joven que pierde el sueño está el gusto por la lectura, las letras que giran en su cabeza y le descubren ideas, palabras propias, pensamientos. 

Madrugada, estiro el brazo; ladran los perros. El casi niño relaciona sus compañías, el perro, los libros, la noche con su espacio de silencio. La actividad nocturna me llevó a realizar distintos empleos, tenía como propio la voluntad para vencer al cansancio, mi cuerpo. Podía concentrarme, encargarme de la función que se me encomendaba. Salir con los ojos serenos a la luz del día, integrarme a la gente común con el orgullo de saberme apto para cualquier trabajo que se me pidiera, cuando la gente que me rodea duerme.

Este gusto me llegó con el mar, el sonido del agua, el olor marino. Aquella tarde ella se recostó en la aren, me trepé a su cuerpo. Sobre su vestido supe de la dimensión de su cuerpo; por la madrugada me despertó su risa. Necesité la soledad de la noche; en las horas del día siguiente, la semana, el mes que corría y el que estaba por venir para poder fijar una a una las dimensiones de sus hombros, el pecho, su pelvis. 

Quería ponerle nombre a cada uno de sus cabellos, su lengua, las mejillas. Descubrí que las horas mejores para recorrer una y otra vez el cuerpo de la mujer están en el silencio de la madrugada.

¿Lo importante será nombrar?

En la repetición de las palabras se encuentra el rastro de las horas dichosas.

De madrugada suenan de otra forma los motores, los autos.

De madrugada se deja acariciar el animal de la distancia.

¿Tendrá algún sentido esa escritura nocturna?

Si, en ella nace el gusto por saber tu propia historia.

Madrugada, escribo, recuerdo, tomo el presente cuando sobran las imágenes y faltan las palabras para armar los recuerdos.

Sin palabras será como nunca haber vivido, te obliga a inventarse una vida.

Sin letras será como el recordar una vida que no te pertenece, prestada.

(si, ya tengo un sistema para hacer la página diaria: leer las páginas del diario de Piglia/Renzi)

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