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viernes, noviembre 22, 2024

Meneó la cabeza y dijo

Reportajes

César Rito Salinas

En ese momento son el teléfono.

Dashiell Hammett, El halcón maltés

Cuando lo vi llegar a casa supe que seríamos buenos compañeros de trabajo, antes pensaba que en las madrugadas de frío y cansancio se requiere de disponer los materiales para tenerlos al alcance de la mano -café, tabaco, algo de mezcal-, crear la atmósfera necesaria para que en las horas de silencios emerjan las diminutas figuras en la pantalla, que se atrevan a salir; que las letras nombren. Una mañana de sábado vi pasar por la puerta el pelaje de Alejo, amarillo de líneas horizontales en tono café oscuro, atigrado, de treinta, treinta y cinco centímetros de largo -unos cinco, seis kilos de mirada atenta. 

Los días de la escritura pasan lentos, repetitivos, cargan obsesiones o miedos mal expresados que pelean por salir y dejar las cosas claras (un miedo es eso, algo poco claro que lucha por ser aclarado). Desde los primeros días en casa, Alejo se convirtió en mi réplica, desvela, despierta tarde con mal humor, habita con desprecio el espacio; por la madrugada, se transforma en sí mismo, lentas pisadas de razón y la transparencia, en un gato con bastante juicio.

Por las noches alejo el sueño mientras el gato reposa a mi lado, protegido por la llama que baila en el altar, pendiente del sonido que emite el teclado mientras mis dedos buscan sacar una frase que más o menos pueda darse a entender. En el sillón se hunde bajo el sueño acolchado de su cuello; cierra los ojos, recargado sobre su pecho mientras yo, sobre la máquina, insisto en fijar letras que corren tras una idea que se desvanece apenas logro fijarla en la pantalla; cuando lo vence el cansancio vuelca la cabeza contra el mueble, pareciera un toro mítico, malherido. Los gatos cuentan con algo de imagen ritual. Adelanta una pata delantera y contrae la otra, como si estuviera dispuesto a emprender el vuelo, ingrávido. 

Cuando llegó Alejo a casa yo no sabía nada sobre los gatos; ahora que duerme a mi lado, mientras avanzo con la escritura, no me interesa saber nada del mundo de los gatos. Sé lo que debo saber para generar el espacio con un buen compañero de trabajo, guardar distancia. Escucho música con audífonos, no uso loción, ni me levanto por café o bocadillos. Respeto el aire que respira. Solo me dedico a mantener la espalda rígida, a adelantar las manos, mover los dedos; guardar el ritmo de la respiración.

Con Alejo a mi lado el escribir se me convierte en un ritual del silencio y la respiración. Procuro no molestar su sueño. Alejo me reveló con su presencia que este puede ser el motivo que desate las letras, mantener el ritmo de la respiración sin violentar el espacio; guiarme por una especie de respeto hacia el ser que merece silencio (creo que este es el principio de las historias, que nacieron como ofrenda al tiempo del presagio, cargado de silencios). 

La letra busca el silencio, así me lo enseñó Alejo. Minutos antes, cuando me preparo para la jornada de escritura, Alejo ronronea, se pega a mi cuerpo; me acompaña por la cocina, entra al baño; cuenta con un oído fino como el de un viejo detective. Con su presencia en la casa me he convertido en el segundo felino que habita la madrugada. 

Cuando duerme en el sofá, Alejo recoge su cuerpo sobre sí mismo, grácil, elegante; sabe que se convirtió en el tema de la escritura, en la materia de mi investigación. Con Alejo dormido en el mismo sillón en el que escribo siento que estoy en una clase de pintura, de dibujo con modelo, que hace como que reposa mientras yo busco guardar silencio. El dibujar -el escribir- es un acto que lleva la respiración acompasada, elimina la ansiedad. Como cuando el padre observa a su pequeño hijo dormir en la cuna o cuando dos enamorados se besan en el parque, sin que les preocupe el correr del tiempo. Alejo me descubre su sabiduría del sueño y de la respiración silenciosa; goza del sillón en compañía, pero sin que interrumpa su actividad, dormir.

Algunas veces despierta, se cansa de su elegante postura y regresa a la figura de gobernante egipcio en atisbo, rígido. Me mira, vuelve a cerrar los ojos. Duerme. En algún momento de la madrugada me pregunto qué es lo que lo hace despertar. Por momentos, mueve la pata delantera derecha como si estuviera en una pesadilla, donde el paso siguiente significa la caída. El derrumbe. Me pregunto si los gatos le temen a la vergüenza; recojo los pies, detengo el golpeteo sobre las letras dibujadas en la máquina, acaricio mis bigotes, alerta.

Soy un gato volcado sobre la máquina, a imagen y semejanza del otro gato que despierta, Alejo, que desde la puerta de la cocina pega un gran bostezo, se lame su pata delantera. Se rasca la cabeza como si en ese momento pensara que es necesario aporrear la máquina, sacar las tantas y tantas palabras de la madrugada; cuando llueve, la ciudad refresca, se dejan de escuchar las sirenas de la policía a lo lejos. Alejo lame su lomo, confiado. Saca su diminuta lengua, me voltea ver y continúa su labor de limpieza.

Cuando el gato baja del mueble donde estamos a beber agua, desde el sillón alcanzo a ver su largo cuerpo tumbado sobre la cazuela del agua. Respira lento mientras lo hace; luego desaparece tras la puerta de la recámara. Me quedo solo en la sala, inspirado, con el ánimo suficiente. Al cruzar las primeras setecientas palabras sé bien que puedo continuar tumbado sobre la máquina, como si estuviera bebiendo agua; Alejo se pierde en la oscuridad de la habitación, me deja solo, confiado en la escritura de la madrugada, seguro de que estoy escribiendo la historia de un gato llamado Alejo, personaje de un relato policial.

– ¿El comandante Cisneros?, disculpe usted que le marque a esta hora.    

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