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jueves, septiembre 19, 2024

La tarde y los balazos; crónica de los últimos quince días en Oaxaca

Reportajes

César Rito Salinas

La tarde pedía a gritos su banda de música, una marimba trepada a la camioneta para rodar con el escándalo por las calles del barrio; un trio norteño con acordeón y bajo sexto con el que se pudiera enamorar a las muchachas que miraban a los hombres ebrios desde  la sombra del almendro.

La tarde pedía cerveza y calle larga, lenta para andar con los amigos perdiendo el tiempo en la esquina.

Pura tomadera era la tarde.

O quería serlo o pretendía ser así. La tarde quería más de lo mismo, dos más, por favor, para llevar; algo de alegría y juntar al polvo con los recuerdos, a la cabeza sonsa que insiste en repensar la vida pasada que de tan narrada parecía real.

La hora de la tristeza antes de la noche, o antes del tiempo en que todos los zancudos lleguen de la playa del río para atacar en manada.

Porque los zancudos vuelan en manada, en nube cargada de aguijones. Todo estaba bien como proyecto, la música, la sombra del almendro y la esquina desde donde podemos ver con descaro el caminar de las mujeres que a esa hora de la tarde salen de la oficina y regresan a la colonia, con la sonrisa en los labios para espantar los pesares.

Y la mancha de sudor en la espalda. La tarde era la transpiración que corre de la cabeza a los pies, de las manos a las rodillas, del cuello al pecho. La tarde era el calor hasta que sonaron los balazos.

Luego la tarde fue un río de aguas heladas profundas. Las detonaciones hicieron que los zanates cambiaran el rumbo del vuelo en el aire sin nubes. Bang. Los que andaban por el atrio de la parroquia de Asunción de María dijeron que fueron tres, seguidas. Bang-bang- bang.

Los que andaban por el mercadito dijeron que fueron dos, espaciadas, que venían sobre los rieles del ferrocarril.

Los que llegaban por el Campo Rojo aseguran que fueron incontables ráfagas de metralla las que se alcanzaron a escuchar.

Lluvia de plomo. La cierto es que el asunto de las detonaciones dejó claro que el barrio era un perol junto al río que propagaba de mil maneras los sonidos y los murmullos, la nube de zancudos.

Nunca supimos que habitamos un agujero. Hasta el día de los disparos. La tarde en que se derrumbó el mundo con todo y angelitos, sus recuerdos.

¿Para dónde salir corriendo si en todos lados el eco repetía las detonaciones? ¿Hasta dónde podemos correr? Porque con los disparos en la tarde nadie supo para dónde correr, ni a quién llamar para pedir ayuda.

No supimos si estábamos en aprietos o solo se trataba de una situación extraordinaria. Con el mal tiempo la gente espera salir a lo intermedio, ubicado entre la desgracia y la resignación, y recibir la bendición del aire limpio y puro.

Y respirar tranquilo, sereno.  Pongo por caso, las mujeres piensan con llegar al baño en la tarde del calor para sentir con en el agua el beneficio de una mejor respiración, sin miradas pegadas a la espalda. Los hombres sueñan con la esquina, donde corre el aire.

Los viejos anhelan el aire del butaque, a medio patio. Los hombres que regresan del campo traen la hamaca sembrada en la cabeza, que aísla al cuerpo del calor que quema las pestañas. Con el calor a la gente se le atasca el pensamiento.

Bang, bang, bang. La tarde se volvió roja, amarilla. Con el sonar de los disparos algunos pensaron en comer.

Si, satisfacer la boca, llenar la panza. Tener hambre por la tarde es cotidiano, pero tener hambre y miedo es un escándalo hundido en el sudor. Bang, bang, bang. Primero fue la corredera, salimos rumbo a los caminos. Así de grande fue el extravío.

Con la gente corriendo en la calle y con los conductores atascados en el claxon. Para prevenir accidentes, para no lastimar a nadie, para evitar a los que corrían. ¿Quién escucha el claxon en la desesperación? Bag, bang.

La tarde era el set de una película ranchera.

Media hora de balazos.

Los disparos y la gente a la carerra por las esquinas. Primero fue la corredera de medio mundo por las detonaciones. Bang.

El mortal corre y se agacha. Se agacha y busca protección. Corre por su vida. No mira para dónde jala. Bang.

Luego creció el miedo por la llegada de policías y militares, aeroplanos en el cielo, helicópteros.

Porque con las balas tuvimos la revelación de habitar en un perol puesto en la lumbre a fuego lento; con el ruido de los aparatos en el aire nos dimos cuenta que el perol tenía tapa.

Nuestra suerte era morir en sancocho. Bang, el miedo de la gente a las armas creció en la calle cuando llegaron los cuerpos del orden.

Policías y militares, mala suerte. Perra es la suerte del que camina acalorado en la calle, a los ruegos por una esquina donde corre el viento, un árbol con sombra. El aguaje. Perrísima es la vida del que escucha el Bang.bang-bang, a la hora de más calor, en la comida.

Luego el olor de los cuerpos que corren por su vida. Ya para cuando la gente alcanzó la esquina fue el miedo de los hombres con cara de malo que aparecieron en el asfalto, con casco de guerra y lentes negros.

Fusiles y pistolas. Suerte perra. Boinas recortadas. Bang-bang-bang. El miedo deja en la carne un olor negro, apestoso, en la frente del perseguido en la camiseta del que nada tiene más que su suerte. A culo sucio, el miedo.

Aquella tarde fue saber qué tan frágil era el barrio. La iglesia que parecía eterna, su atrio donde se hace la fiesta grande, la esquina que sabe historias y suspiros, que ampara al que camina. El mercado que sueña con todos. De golpe nos dimos cuenta que habitamos una olla puesta en la lumbre, con tapa y con el agua en hervor y a medio consumir.

 ¡Agua! que la máquina se quema.

Y para colmo policías y ladrones. La noche que siguió a las detonaciones fue azul y roja, ulular de las torres de vigilancia, un machacar en la banqueta de botas y culatas de rifles. Luz de los faros como claridad del escenario de los músicos.

Al otro día la esquina creció el tiempo de los relatos salpicados de gente armada, historias donde no era bueno aparecer. Bang-bang-bang, todos nos supimos ya muertos.                     

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