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viernes, octubre 18, 2024

La baraja como forma inicial del relato

Reportajes

César Rito Salinas

La ficción es el punto equidistante entre lo verdadero y lo falso, dijo Saer. Margarito pasó la noche subido a las piedras, allá en la esquina de Allende y Reforma, en San Martín por la secundaria, por donde crece la nube de ebrios -junto al puente del arroyo. Metido en el concepto de ficción, trató de encontrar elementos teóricos que se desarrollan con el mezcal y el relato de los ebrios, los hinchaditos -mujeres y hombres que habitan el delirio como una realidad donde se multiplica hasta el infinito la percepción de lo verosímil, esa ficción que pide ser aceptada en tanto ficción.

Ya está parada la niebla en el corredor, junto a los crisantemos, en el patio de los tendederos; de una loma a otra loma el silencio y en medio el pueblo, arriba de la cañada, con su calle sola. Pongamos que se llama Juan, acá nadie tendrá valor para recordar la historia, nadie podrá venir a desmentir estas palabras porque ante la mano de cartas será imposible desmentirla. El juego de la baraja se basa en el olvido. En la trastienda de doña Tina estaban Margarito, Ingeniero, Poeta y Mecánico. Se encontraron en la calle, ya entrada la lluvia. Como pájaros empapados buscaron protección bajo el alero. Mecánico pegaba los brazos al cuerpo flaco –“esta agua no para”-.

El primero que llegó fue Margarito, luego Ingeniero, “a ver si no agarramos enfermedad”, dijo; el último en llegar fue Poeta, con vómitos de resaca.

Se quedaron largo rato a ver la lluvia, la cuesta de la loma larga y blanca como amplio vestido de novia; a esa hora, el arroyo rugió con la crecida. El viento cobró fuerza, la lluvia alcanzó a mojarlos.

– A ver a qué horas –dijo Margarito.

Y fue la señal que apuró el instante, entraron.

En la trastienda, junto al brocal del pozo, bajo el techo con láminas de zinc estaba Chato, el camionero. El techo protegía una mesa larga pintada de tono verde.

– Permiso, Tina –dijo Poeta.

Los cinco hombres en silencio esperaron su mezcal.

– Llueve –dijo Margarito.

– Chingo –dijo Ingeniero.

Doña Tina atravesó el patio, protegida por una capa de plástico azul.

– Parece gato –dijo Poeta.

La anciana libró con meticuloso cálculo cada charco del patio, pegó brinquitos con la charola en la mano derecha y en la izquierda un periódico con el que protegía el aguacero las diminutas copas de mezcal.

Enfrente, desde una de las habitaciones junto al patio una mujer dijo:

– ¿Le ayudo tía?

De los sonidos que produce la lluvia al caer se puede armar una escena trágica. O cómica, las dos caras de la desgracia van juntas; con la lluvia, los sonidos crecen. El agua produce un efecto sobre el silencio que ahonda la distancia, como si sumiera los pensamientos en un pozo profundo donde moran feroces bestias.

– Puedo –respondió Doña Tina.

La ventana con cortinas rojas dejó ver por un instante a la mujer joven de cabello corto, luego desapareció.

La lluvia viene mientas hablo; pasa la lluvia, me deja con los zancudos. ¿Por qué en la infancia me traían tanto gozo las tardes de aguacero? En ella solo hay silencio. Al final del viaje que se realiza frente a la tarde de aguacero puedo ver casas, muros. Patios sin hojas, tendederos, la ropa insumisa entre señales de auxilio; ventanas acosados por los árboles; banquetas, levantan florecidas el vuelo.

En la imagen que recuerdo se suman topes. Tapias color tierra, césped. Oficinas de rígido horario, lagartos. Almuerzos. Gráciles manteles, chapulines al mojo de ajo. Bucles sin cabeza, zapatos, merolicos, largos cuellos humedecidos; diarios que salen al patio a tomar el sol. Estandartes, carne a la parrilla, pollos rostizados; aparadores. La mesa recién servida, cuatro sillas, pistaches.

Humeante café, ofrendas de Muertos, cortinas, chocolate, pan.

– Murió Cholón.

– ¿De qué murió?

En las tardes con lluvia sólo los locos y los necios buscan aquello que nadie recuerda.

Se escuchó el ruido del agua al rebotar contra las láminas del techo.

El sonido gastado de la pobreza.

Mientras llegaba el mezcal se recargó sobre el muro el silencio; de los cinco hombres se hizo una sola mirada sobre la lluvia que no paraba; ocultaron los puños entre las piernas, buscaron un poco de calor en su mismo cuerpo.

Permanecieron mudos. Chato bajó la cabeza, parecía encomendarse a Dios o el Diablo, sumió la quijada entre su pecho con las manos entre la pierna. A esa hora de la tarde el rostro de los cinco hombres parecía el rostro del primer hombre que tuvo conciencia del peligro que significa el aguacero.

Hay imágenes que de tan cotidianas nos hacen olvidar la acechanza.

Parecían hombres recién salidos de una guerra, de un trabajo agotador; del derrumbe. Los cinco se sentían malditos; no decían palabra, en silencio como cinco huérfanos frente a la tumba de su madre.

En la resaca se hermanan los desgraciados. Permanecieron con los ojos cerrados como si estuvieran frente a la tumba de su padre, sin decir palabra, los ojos cerrados. A las mil llegó Doña Tina, traía los huaraches con lodo, su cuerpo despedía el olor a ropa húmeda, mojada; transpirada y vuelta a mojar, era un vestido azul, manga corta. Doña Tina dejó las copas y regresó al aguacero.

– A lo que te traje –dijo Mecánico.

Del mezcal nadie puede hablar, resulta una forma singular de la ausencia; algunos lo ocupan para sanar, para otros, resulta un orden diferente de las horas.

Los cinco levantaron sus copas, bebieron en silencio el mezcal blanco; no habrá otra forma de beber el mezcal más que en silencio, con agradecimiento a la tierra por la existencia del trago.

Aquella tarde de aguacero desde las copas de mezcal se levantó un ligero olor a jazmines; olía dulce, a flores, frutos en conserva, almibarados.

El primero en salir al baño fue Ingeniero.

– La de a veinte –dijo.

Sobre el ruido de la lluvia se escuchó el caer de los meados en el retrete.

– Hace sed –dijo Margarito.

– Aguanta la risa mientras llegan los payasos –dijo Poeta.

Pasadas las rondas, los cinco hombres se sintieron observados.

– Parece velorio –dijo Mecánico.

Terminaron sin prisa su mezcal, mudos.

– Tina, otra –dijo Poeta.

Se metió la tarde, cinco sombras velaban el brocal del pozo.

– Aunque sea limones diera –dijo Margarito.

Los cinco escucharon cuando la gota de lluvia cayó sobre los envases de plástico, junto al muro. El ruido se escuchó tan claro como el penetrar de la punta del cuchillo en la carne, seco; inconfundible.

– No para -dijo Margarito.

Por el rumbo de San Martín, cuando llueve, cae el agua en serio.

La ladera se reblandece como si los mismos dioses que habitan Monte Albán la agarraran de las patas.

Con las primeras aguas del año la maleza se levanta, los viejos recuerdan el tiempo de la siembra; para mediados de agosto salen al campo, ponen la semilla del cempasúchil que se cosecha a finales de octubre.

Ingeniero pidió la caminera.

– La última –dijo doña Tina.

Cuando Margarito fue al baño y regresó, había entrado la noche. En el patio reinaba la oscuridad; puedo decir que fue la lluvia, la mala suerte, la hora del Diablo que se levanta sobre los charcos cuando entra la noche.

nadie podrá saberlo.

– Parece velorio –dijo Mecánico.

Los cinco sintieron miradas.

Arreció la lluvia.

– Y ahora, ¿cómo salimos? –dijo Ingeniero.

Lo sabían antes de entrar, Doña Tina sólo vendía cinco copas por borracho, luego, sin pretextos, pedía a los clientes abandonar el negocio.

Doña Tina, portadora de la dicha interrumpida, y la lluvia no tenía para cuándo.

– Ora viene lo bueno –dijo Mecánico.

La última copa de mezcal pasó lenta, tan lenta como la hora de los muertos.

En la borrachera se sabe el final de la parranda, pero el borracho no se resigna con un final, busco lo eterno. Insiste. Los ebrios son necesitados de la dicha perenne. En su cerebro busca elaborar la estratagema que lo lleve a continuar la borrachera; que dure el tiempo con el mezcal.

Bien se pueden valer de un accidente, de los recuerdos, de la nada.

Los cinco hombres bebieron lento los tragos, muy lento; de uno de los cuartos junto al corredor salió la voz de la mujer.

– Tía, ya es noche.

– Ya se van –respondió Doña Tina.

De las copas de mezcal salió la claridad que dejó ver manos y rostros; permanecían serios, al acecho, como si imploraran perdón frente a sus propias tumbas.

– Cinco nomás, ya lo saben –dijo Doña Tina.

Cuando intentaron hablar con ella, pedir el favor de una copa más, no la encontraron.

– ¿Cómo nos vamos?, la lluvia no para –dijo Ingeniero.

En la oscuridad escucharon clarito que alguien ocupó la bancas en la cabecera de la mesa.

– Gato –dijo Margarito.

Los hombros cargaban sobre sus hombros días y días de mezcal, animados por la idea de seguir la fiesta.

Aparecieron zancudos.

La claridad que emitían las copas se apagó con el ruido de la lluvia al caer sobre las láminas de zinc. En la cabeza de los cinco hombres se agitaron ideas extrañas, pretendían convencer a Doña Tina para que rompiera sus reglas; “ni menos de tres ni más de cinco”.

Escucharon la lluvia, sobrevoló en la penumbra el olor a ropa mojada.

– ¿Traen dinero para jugar? –preguntó la voz de la mujer sentada junto a Doña Tina-, aquí traigo la baraja.

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