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viernes, noviembre 22, 2024

La puerta del infierno

Reportajes

César Rito Salinas

Como las figuras de fieras ferocísimas y los cadáveres. Había terminado de leer Hijo de Dios de Cormac McCarthy, la historia de Lester Ballard, criminal que dormía con las mujeres muertas y robaba el reloj a los cadáveres; por ese tiempo escribía poemas, nunca me enteré que hacía ejercicios para dejar las letras que pondrían en mi epitafio.

Cormac dijo hacia el final del libro: “A medida que se acercaba a la ciudad podía oír el canto de los gallos”. La imagen del mundo, la del canto del animal cuando nace la luz, la del hombre que luego de atravesar la oscuridad con mucho sacrificio emerge de las profundidades, una mañana, con los pasos titubeantes con los que inicio el ciclo del infierno. El infierno como la extensión de lo igual.

“Como en otros lugares, lo mismo ocurría aquí”, dijo Cormac. Como cuando los paisanos venden flores en el mercado y te acercas y pides un ramo de rosas y miras que las tienen que arreglar con las manos sucias; flores para la amada o la tumba del muerto.

Uno no adquiere gladiolos como brotan del campo, compra arreglos florales que relacionan con la mesa bien pulida o la lápida de grandes letras, que registran nacimiento y muerte. Las fechas.

La blanca lápida del cementerio. Yo la vi tendida en la carretera, con el puño apretaba una bolsa de plástico, la sangre escurría bajo su cuerpo.

Los muertos en la carretera pierden el zapato izquierdo. “Semejan dormir”, dice la gente.

De la cabeza de aquella mujer brotaban los sesos, como espuma del mar o gusanos que emergen con tímida alegría de la tierra. Junto a las las raíces y el aguacero.

En aquel tiempo yo iba camino de la escuela -tercer grado de la primaria- cuando ocurrió el accidente.

Por la muerta en la carretera conocí las pesadillas.

El traje del sapo lleva la axila descosida. El sapo lo sabe y canta para no llamar la atención sobre su vestimenta.

El perro da vueltas en el patio mientras los muertos montan en su cola. En el velorio de mi hermano Mario Jesús, muerto de enfermedad en su temprana infancia, me causó placer el observar su rostro de niño dormido. Una profunda paz como la que habita en el mar salió del aire y la espuma y se instaló en la sala.

El cristal del féretro abierto hacía la separación entre nosotros y el dormido, en el velorio la pequeña caja decorada con seda blanca lucía con sus listones de mayo en la cabeza de mi madre.

Entre el cadáver de Mario Jesús y nosotros se hizo el espacio del silencio. Los vivos de negro, cargados de sudores, el muerto de blanco y con las mejillas repletas de frescura, sonrosadas. En la infancia el sitio ideal para ver la noche era la caja del muerto a media sala, en la casa de los padres.

En la infancia los niños se enamoran de la muerte, el sitio al que se puede entrar y salir con sólo empujar la puerta de cristal.

En el velorio yo vi a Mario Jesús salir de la caja para jugar con el perro.

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