César Rito Salinas
La letra es lenta, el lector distraído, ¿qué puede salir de esto?, hambre -puro asombro- de salir hacia la Central y ordenar un plato de tasajo con frijoles, unas tres memelitas.
Cruzaron Periférico, pasaron las vías del tren donde paran los colectivos a Xoxo. La Central aquella mañana estaba repleta de olores que iban entre lo agrio y lo grato, fruta fresca y basura del domingo (no precisamente en ese orden, los olores vuelan por capas inestables, se superponen), aunque uno lo pretenda no podrá recordar con precisión el orden de los olores.
Ella dijo por acá almorcé en la infancia y caminaron tras sus recuerdos.
La memoria está plagada de olores, el espacio olfativo levanta formas, rostros. Las escenas. Aunque uno no quiera recordar, lo hace.
Él tomó su mano, caminó tras ella. Sin buscarlo fue así como llegaron con el terapeuta-tizatero, el brujo contemporáneo.
Ella preguntó, ¿qué tiene para curar los nervios? Frente a sus ojos el aire de la mañana agitó el muro de los remedios, la pared plagada con diminutas bolsas de plástico. La pared -que no era pared sino un soporte metálico para colgar las bolsitas con los remedios-, cundida de pequeños envoltorios.
– Necesito algo -dijo ella.
Por acá pasé en la infancia.
– Usted nomás sepa aguantar.
La letra es lenta, la memoria se extravía; estaba sobre las mesas el olor del pollo listo ya para la venta, muslos y pechugas amarillas, blanquecinas piezas dispuestas junto a la tijera. Estaban los puestos de copal (negro copal, ella pidió copal ámbar), el incienso junto a la quesería.
El pasillo principal largo, infinito. ¿Por qué los mercados con sus andadores nos extravían? Buscaron el puesto de fritangas, quesadillas de queso o quesillo, tacos fritos de pollo con mole rojo, tacos-flautas.
A las mil dieron con él, la memoria falla hasta que acuden a su rescate los olores.
Ocuparon una de las mesas, bancas largas, mantel azul de plástico ilustrado con pequeños cuadros (el mantel de la infancia).
Atendió la joven, ¿qué van a pedir? A un costado estaba la cocina, el anafre difundía con potencia la radiación del carbón encendido; pocos clientes a esa hora de la mañana, uno o dos quizá.
– ¿Te gusta el cine coreano?, preguntó ella.
Era la esquina de la Central, antes de la playa del Atoyac, allá por la Rampa. La zona de la madera; junto a los puestos que ofrecían objetos de segunda.
Reinaba el olor a cebollas amargas.
En la fonda la lumbre los miró. Los hombres de la familia que atendía el negocio se acercaron, uno o dos.
Uno de ellos se sentó junto al hombre, lo quedó mirando. ¿Qué se preguntaría? Ellos seguían en su plática, asombrados por los gustos en que coincidían, su preferencia por cierta narrativa cruda.
Se habló de John Doss Pasos, de los hermanos Cohen -de la literatura gringa del siglo pasado, socialista.
Usted dirá si la fritanguería perdida en una esquina de la Central puede ser el sitio para hablar de la tradición literaria, el cine.
La memoria se guía por olores, está visto; puedo decir que la gente trabaja sin perder la capacidad de asombro, sin dejar de amoldar religar su existencia a una tradición literaria.
De las tantas coincidencias que tuvieron ese lunes se olvidaron del espacio donde estaban, la circunstancia. Olvidaron también a la gente que los miraba. Las personas juegan con la extraña danza de los espacios descolocados.
Ellos hablaron de eso, ellos también eran eso, descolocados y quienes los atendieron aportaron eso, puro lugar y momento equivocado.
Para saber de la gente acude a los libros. Para saber de la memoria no habrá nada mejor que volver a la Central.
Apareció una niña. Ojos grandes, cabellos negros, no mayor a los tres años. “Levanto traste”, dijo.
Ellos quisieron decir no, pero se sintieron rodeados por las miradas de los otros comensales y los dueños del negocio.
La Central está ahí, sus olores agitados, gratos, agrios.
Por dejarse ver pagaron bien poco, el almuerzo les salió en menos de cien pesos.
En un pasillo toparon con el diablito del periodiquero, las páginas de la Nota Roja decían: “Se cayó una moto”.