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jueves, septiembre 19, 2024

Hyde

Reportajes

La mujer más hermosa del planeta mide cinco centímetros, tiene el corazón del tamaño de un chayote y ostenta dos ojos recalcitrantes de luz. El amigo que me la presentó es un caso extremo de gigantismo, mide diez metros de estatura, y sus manos, por si solas, son capaces de cambiar de lugar a un automóvil. La mujer más hermosa del mundo subsiste hasta hoy consumiendo únicamente sal de uvas, y se perfuma aplastando sobre sus pómulos minúsculas violetas. Ayer me la coloque sobre la palma de la mano y haciendo un tremendo esfuerzo pude percatarme que su ínfima mirada proyectaba un haz de luz vago pero intenso. Eso es el amor, me dije, y la mujer diminuta parada sobre la palma de mi mano siente por mí algo que es muy difícil de encontrar en cualquier otra mujer que no fuera esta. Opté por quedármela, la metí en una caja de cerillos y emprendí el regreso a mi caverna invicta, esa que abriga mis sueños de gorila famoso.

No obstante, la advertencia respecto a su hábito alimenticio, una vez que la tuve en mi cueva en calidad de pareja, busqué más opciones a modo de ampliar su dieta para que esto la proveyera de motivos y ánimo en el episodio imprevisto de hacer vida en común conmigo. Así que, un día de tantos, la llevé a un riachuelo que corre por las cercanías del lugar que me sirve de abrigo. Trencé con mis ásperos dedos una diminuta nasa para trampear a unos peces llamados cilillos por la muchedumbre del sector, cogí la ínfima trampilla llevando trepada en ella a mi volátil dama, y me la colgué a modo de llavero en la hebilla del cinturón.

Nos fuimos a la ría ya mencionada cantando una especie de bolero referido a los besos incontables que se dan los que se aman. El uso de la nasa nos dio muy buenos resultados; por tal razón, eché a buscar un cuenco de bule donde guardar la buena cantidad de pececillos sobrantes; para mi agrado y fascinación, en el mismo trasto mi pequeña dama se acostumbró a tomar su baño diario, incluso dando brazadas, como imitando a quien lo estuviera haciendo en alguna alberca típica.

De la manera en que consumía su pececillo diario, no voy a dar pormenores, porque no se me creería que este, por sí mismo, volaba del cuenco en referencia a la boquita grana y menuda de mi fugaz enamorada. Aquí fugaz tampoco se corresponde con lo momentáneo, sino con una característica inusual en las relaciones de amor, y que tiene que ver más con la denotación de un giro del arte musical: su amor fue como una fuga inusitada y perenne.

Sabido es que los consabidos tributarios del amor comparten, regularmente, una cama o algo parecida a esta, entre nosotros eso era punto más que imposible, así que ella se acurrucaba en el pabellón de mi oreja y se dormía profiriendo argumentos de amor bastante parecidos a eso que llamamos cosquillas en el repertorio usual de las costumbres humanas.

Con una disculpa por mencionar algo respecto a mi rutina, les cuento que, para saciar mi hambruna, llegué a un acuerdo con los campiranos del sector: a cambio de no morderlos a ellos y a sus crías, me dotaban de un borrego diario, mismo que yo engullía sin menoscabo de piel y lana, para que obrara en mi estómago el milagro de la saciedad. Aunque mi aposento es una cueva fétida, mi consorte espabilada y cariñosa jamás hace reclamos con respecto a que así sea, debe comprender que, en mi calidad de auténtico ogro, yo no puedo vivir entre aromáticos perfumes logrados a partir de macerar jardines para hacerlos emplastos. No obstante, en tiempos de esparcimiento y regocijo me llevo a mi reina diminuta a escuchar el estrépito de los vientos que abaten las altas copas de los árboles del entorno que nos hospeda.

De una lejanía poco explorada por mi curiosidad o impertinencia, nos llega, hasta el peñasco de nuestro recreo, una quejumbrosa oleada de sonoridades que parecen provenir de un lago sin límites, soñado por mí una vez que logro conciliar el sueño cenagoso con el que consigo darle reposo a mis músculos ajetreados y torpes.

En la circunstancia de mi vida brumosa, nunca me ha faltado la libélula que tengo por compañera; aunque, como ya he dicho, ella siempre prefiere la oquedad de mi pabellón desmesurado. A ella le basta con el pescadito para saciar su hambre; a mí, con el carnero negociado a costillas del miedo que mi sola presencia impone en los lugareños acomedidos de la vecindad.

No sé si haya otras motivaciones en la vida de la demás gente, pero a mi compinche y a mí nos basta con comer lo que ya dije, y con dormir, ella en mi oreja y yo en la saliente de una roca adscrita a mi escabroso refugio. Si hay más cosas, yo no puedo dar cuenta de ellas porque no las vivo; quizá un día desaparezca del sitio donde estoy, herido por una posta de algún campirano valentón; si esto ocurriera, imagino que mi mariposa volará a buscar en donde refugiarse para no perecer de inanición y soledad. En tanto no pase esto, aquí me verán avituallando el menester de mi arete humano con pececillos azules, y el mío propio con ovejas ofrecidas a mi gula por la asamblea de los comuneros del lugar donde llegué a afincarme.

Fernando Amaya

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