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viernes, septiembre 20, 2024

Jekyll

Reportajes

No recuerdo si abundó de mi propia experiencia, pero la mujer que me acompaña es tan alta que no acierto a saber si es mi mujer o el poste de luz adscrito a mi huraño domicilio. Sólo la he besado una vez en la vida; de ahí en fuera, mi forma de relacionarme con ella ha sido a través de pequeños golpes que le marco en la espinilla, con el envés de la mano, a manera de un código de telegrafía. Cuando aprieta el hambre le doy dos golpes cortos y uno largo para que me suelte un trozo de migajón mojado con miel de cerezas. Cuando el sueño arrecia, le propino tres golpecitos cortos y baja su huesuda mano hasta el piso para que yo pueda acomodarme a un lado de su enorme oreja a objeto de ratificarle mi infinito aprecio antes de entregarme al sueño. Todas las demás actividades las resuelvo sin problemas en la dimensión en que me muevo, y que corresponde justo al área subyacente a la mesa en donde mi mujer realiza sus labores cotidianas entre las que no destaca por su importancia las de aliñar las prendas de la ropa que uso por ser en extremo insignificantes. Mis menesteres laboriosos hacen que pierda la noción del tiempo y el espacio, dependo de muy poco para subsistir físicamente, pero lo que en la vida normal resultaría insignificante para la labor de cualquier científico, para mí es suficiente, o quizá hasta cuantioso. Decenas de libros minúsculos y un abasto de botes miniatura constituyen mi preciado atributo; incunables y reactivos, sales y manuales, imprescindibles son para las comandas de mi hacer meticuloso, con las que, ya dije, procuro dejar en claro la noticia de los por qué y cómo del amor y sucedáneos previsibles. Sin haber logrado mi objetivo principal, he descubierto, entre muchas cosas, la importancia del oxígeno en la preservación de la vida y la participación del hidrógeno en su origen.

He también comprobado que todo lo que fluye en la naturaleza es energía y que la luz es indispensable para que se cumpla ese fluir, a veces visible, a veces oculto pero presente como las arrugas en la piel, como las oscilaciones en el lenguaje imperturbable del agua.

Mas no puedo hablarles de otra experiencia, sólo de esta que me tiene recluido en un espacio comparable al qué hay debajo de cualquier mesa de centro. Mi giganta ha dispuesto muy bien los menajes de que ya he hablado en mi exposición improvisada. Cuando requiero unos segundos de atención, ella se asoma por debajo de la mesa, y yo, ya con bastante pericia, me guindo de uno de sus rizos para llegar hasta la altura de su oreja colocando ahí la ínfima dotación de algo a lo que confundo con perfume o linimento, dudando si el artificio recae en su alma o en sus gustos de mujer desmesurada.

Noción tengo de los hechos y el espacio por el cuadrángulo a que se reduce físicamente mi existencia; en ocasiones me percato de que mi mujer no es una, sino tres. Como en una especie de relevo magistral, va alternándose en los quehaceres con las otras dos. Atender a un personaje más corto que un alfiler, le ha hecho montar una industria harto laboriosa, y esa situación nada común le provoca un desgaste notable.

Ahora las veo a las tres, y mi dictamen con respecto al amor se confunde. ¿A quién se ama cuando se ama? La primera me oculta en su oreja, la segunda me provee de su rizo, la tercera es quien le otorgó a mi brizna de gente, el beso cuya desmesura me tiene aquí sin poder conciliar el sueño. Formulo que todo es amor, máxime cuando ocurre en un espacio acotado por su saber y conocimiento. Aquí los dejo con el fulano que escribe esto que probablemente alguien lea.

Ya ven, les hablo de un lugar explícito en donde se hurgan las vísceras de los sentimientos. En el área referida monté mi laboratorio para empeñarme en identificar de forma muy específica el fluido que desboca el potro del amor en los corazones vehementes. Diminutos matraces, afanosos mecheros, y un retorcido alambique apenas del tamaño del cairel de una muñeca, forman el instrumental de un empeño obstinado y avieso por los cuatro costados. No, hasta la fecha ni siquiera he tocado el principio de mi tentativa por elucidar porque hay un mundo de vacíos entre la mujer que yo amo y mi vocación por amarla; sigue siendo un misterio sin aclarar el contenido primordial de los asuntos del amor. En tanto pueda conseguir mi propósito, dejaré archivados los resultados de mis ejercicios infructuosos en un anaquel apenas más grande que un dedal. Mientras, seguiré dependiendo de la hogaza de pan que me avienta mi mujer, y en las noches, cuando me coloca cerca de su oreja, le diré que la amo, aunque mienta para decirle la verdad.

Fernando Amaya

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