Estuvo por espacio de dos horas mirándome fijamente. “¿Qué haces, Karma?” le dije. “Me estoy bebiendo tus pensamientos”, me contestó.
Ante el riesgo de que Karma me dejara el cerebro vacío de ideas, que no de masa encefálica, me alejé del muelle con dos chapetas colgando de la mano, en previsión de lo que se ofreciera para saciar mi hambre. Otra ocasión me lo encontré, allá por Loma Cruz, colocándole unas enormes aspas a un bocho todo mamplo y desvencijado. “Y ahora, ñero, le dije, que función van a cumplir esos petates en tu bocho”. “Muy respetable ciudadano”, me dijo, con tono de ceremonia escolar, “estoy inventando el primer bochocóptero del mundo; a partir de esto, nos vamos a hacer famosos tú y yo, porque desde este momento debes empezar a hacerle un corrido a esta pieza sin adversario importante”. Me comprometí a hacerle una canción a su bochocóptero, tomé mi bolsa del mandado y encaminé mis pasos rumbo al centro de Pochutla. En otra ocasión, Karma me vio parado esperando la pasajera que toma por el trecho de Figueroa para llegar hasta Apango. “¿Para donde va ese mi maestro?” exclamó seguro y contento de verme. “Voy a Limón, mi Karma”, le dije, sin que fuera en otro sentido más que el del comentario. “Pues súbase, mi maestro, me dijo, que para eso está el bochocóptero, por el cual usted todavía me debe un corrido”. Asombrado me percaté del resto de la escena, y pues sí, ahí estaba Karma montado en esa extraña arboladura mezcla ingenio de Da Vinci y ocurrencia de Duchamp. Voy y me trepo pues al bochocóptero, pasando con cuidado por encima de los arneses que sostenían esa especie de ala irreverente puesta del lado derecho. “Usted a las vivas, que vamos a volar”, exclamó Karma, con un dejo de audacia poco conocida. Y así nos fuimos rodando y pasando las congregaciones de la ruta: Corcovado, Chepilme y Tololote, sin que en el semblante de Karma se notara algún apremio por volar. “Usted aguante”, me dijo, “que estamos en la prueba, no se me paniqueé y manténgase con el cinturón de seguridad puesto, que por ahí dicen más vale prevenir que sucumbir”. Fue entonces que caí en la cuenta de lo que pasaba; por cosas del azar, Karma iba a hacer el mismo camino que yo al momento de encontrarnos, y mi presencia cumplía el objeto de ser testigo de su singular aventura. Tal cual fue, un poco antes de llegar a Figueroa, hay una hondonada sobre el camino que pronuncia notablemente la bajada hasta poner el trecho casi a pique; el plan de Karma fue ese, darse impulso pisando el acelerador a fondo, en la tentativa incierta de que su artefacto volara. Vaya, lo que les puedo contar es que la cuchupeta alada salto hacia el vacío sin que las famosas alas cumplieran su estricto cometido. De alguna forma volamos, pero más en un episodio de accidente de camino que de propósito logrado a gusto del piloto. Como ya está siendo pensado por todos, Karma y yo fuimos a dar al hospital con más contusiones y raspaduras que el mismo bocho, el cual, de todas maneras, fue a parar a un deshuesadero precisamente ubicado en terrenos de Limón. Invertidos los puntos de llegada, el susodicho bocho yace en ese llano que ya muchos conocen, y yo sobrevivo a la orilla de una playa en donde son tan intensos la bruma como el humo de esa yerba que se especula sirve para propiciar los viajes interiores. Por lo que sea, ando ahora fuera del efecto Karma y de su intento de sorberme los pensamientos con el popote de su mirada.
Fer Amaya