César Rito Salainas
La escritura es un hecho que ocurre en mi vida para ordenar la agenda. Desde la infancia me crecieron así, con un orden sobre las cosas, los instantes, los sentimientos.
Los deseos del cuerpo.
Asía de casa a la escuela bien comido, cagado y orinado, satisfecho de todas las necesidades. Bien vestido.
Pero no hay que ser extremosos, si no hago la escritura en algún día de la semana nada ocurre. Puedo salir a realizar mis operaciones de compra y pago, el café en el zócalo, saludar a los amigos, volver a casa, ilusionarme con las flores del jardín, un libro, un autor. Ver las nubes que forman figuras en el cielo. Dormir. Soñar. No es que ocurra algo fatal en mi vida si no llego a realizar la escritura por la mañana. Ya ven, estoy hablando de mi persona, maldita sea estoy hablando de mi como si mi vida fuera el centro del mundo y el lector tuviera tiempo de sobra para perder el tiempo.
En el patio del vecino siguen los ruidos de la construcción.
Que son los ruidos de la destrucción.
Los escombros, la mezcla, paladas y paladas, el pasar de la superficie lisa a la superficie roñosa, ese ruido que nos revuelve las entrañas. Extraños. Como una digestión, una mala digestión. Ahora, decía, la ansiedad que me llevó a sentarme frente a la máquina desciende, claramente siento que desciende porque a mi cabeza entran con mayor claridad los ruidos del exterior.
Las venas de mis manos ya no permaneces hinchadas. Azules. Verdes. Oscuras. No más el raspar de la pala contra el piso, no más el picotear sobre el peltre de las palomas. El zureo en lo alto del muro. Toda esa quietud que permite esta escritura. Por el contrario, la escritura necesita fiesta, música, canciones, recuerdos, hasta mi llega una canción que escuchan en el café vecino. Y entonces, con la canción, el deseo de escribir se vuelve intenso, casi compulsivo, frenético. Vuelven a hincharse las venas azules de mi mano.
En la noche pagaré este ejercicio de escritura con un fuerte dolor de espalda. Retengo en mis pulmones el aire aspirado es de esperar de que resulte medicinal este meter el oxígeno al sistema. Pero nada pasa. Llegan con claridad los sonidos de la calle y en mi cabeza, mi cuello, ya no está el dolor, la punzada que hace un instante amenazaba con instalarse. A la escritura le gusta darme la mala vida.
Ahora, a esta altura de esta escritura, las palabras me resultan de difícil construcción. Si. Como si mi cerebro, mis manos olvidaran la posición de las letras y tardaran un instante en descargar su fuerza sobre las letras y la pantalla se llena de rojo. Letras rojas. Renglones enrojecidos.
Y tardo más en realizar esta esforzada escritura.
Confunde las letras, mi cerebro, mi mano, la posición de las letras, los signos de puntuación, los acentos. Los espacios entre palabra y palabra. Mi cabeza hace realmente un esfuerzo para convocar al orden a las letras. Toda escritura significa u esfuerzo, escribir no es natural en la especie humana, lo natural sería trazar un dibujo.
Y lo supero. Ya está, resulta que en la cabeza ocurre lo que en el dial de la radio, a veces se extravía, se confunde, entran las interferencias, y en lugar de sintonizar el partido de beisbol tan esperado surgen las notas de un concierto de rock. Pero vuelve el orden. Me pasa con la letra i y la o, por su cercanía, su posición en el teclado. Parece que siempre escribo en italiano, las palabras que debieran terminar en o terminan en i. Y siento, con esas confusiones, estas fallas, que soy otro el que escribe.
Una persona que no habita en este espacio, en este tiempo y que ni siquiera lo hace en correcto español. Escribir es traducirse, lo dijo Paul Auster (interrumpo esta escritura, la velocidad de despegue, para ir al baño.
Quedamos que desde la infancia la instrucción era cagado y meado.
Pero no, la irreverencia me habita).
Faltan cuatro minutos para que concluya la hora en que me fijé hacer toda esta escritura. Cuando volteo a ver el reloj descubro maravillado que le gané cuatro minutos al tiempo (con todo y esa intempestiva ida al baño).