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viernes, septiembre 20, 2024

Al lado izquierdo de la escritura

Reportajes

César Rito Salinas

A mi lengua le gusta atormentarme.

Hace el sitio, el cuadro del delirio y la añoranza, el sufrimiento por la muerte de mi padre y saliva.

Despierto. La perra, como todas las mañanas, rasca la puerta de mi habitación para treparse a la cama. La perra cuida la casa en la noche, no duerme.

Y el sabor a centavo está ahí, en mi lengua. Me pregunto si alguna parte de mi cerebro estará al pendiente de mis días y cada lunes me hace ponerme en guardia con mi tristeza como si llevara un puntual almanaque. Esto es, en un primer momento la segunda persona que me habita me hunde en el duelo.

Hay seres con los que vivimos que se quedaron en un solo tiempo de nuestra vida, la infancia. La muerte es algo insuperable que te anima a poner todos tus recursos para remontarla. Hay días en que lo logro. Todo esto, todo esto pensado y dicho hasta ahora puede hacer un perfil del sufridor profesional que se despierta en lunes dispuesto a negarse a la alegría.

Y viene aquí que Don Cerebro se prepara con dolor, más dolor, un dolor sin salida y que en un momento del mismo lunes me encuentro con que ya superé tanto duelo.

La angustia. El cerebro pone a prueba a todo el organismo cada lunes. Como cada noche vuelve a recargar los temores para que el individuo los supere. Así trabajan los tres seres dentro de mi cabeza. Más cuando se termina la carga de gas, cuando amanece nublado con frío, cuando el día se llena de imposibles y barreras.

Más cuando se acerca noviembre, Muertos.

A lo que iba. El perol donde caliento el agua ya estaba en el anafre, en la cabeza tenía la idea del sabor del mezcal. Este sabor actuaba en mi cuerpo como en el organismo del exiliado lo conduce al sabor de su tierra, su viento, su sol. Al sabor de las calles y las casas, las ventanas. Todo esto va surgiendo, debo aclarar, mientras en la yema de mis dedos y en mis nalgas va creciendo el ritmo de la letra.

Porque bailo. Si, sobre la silla al teclear mi cuerpo se desplaza en el asiento, como si bailara. Una mujer que me vio un día escribir me dijo, “cuando escribes sentado tus nalgas bailan”. Las nalgas, los hombros, mis piernas. Mi pene. Todo se mueve mientras persigo con velocidad las yemas de mis dedos por el teclado que crece y llena un mundo de letras e imágenes, pensamientos y palabras que salen como tropel de caballos en la madrugada marina.

Así, como lo que corre sobre la espuma del mar y no se cansa y no tiene final.

Cuando escribo se pierde el tiempo. O yo me pierdo en el tiempo, me extravío y no me doy cuenta del paso del tiempo, no registro el mundo exterior.

Aquí voy sacando ya algunos puntos, expongo, cuando escribo remonto la pena, me aíslo del mundo exterior o lo supero, acudo a un espacio que no conozco, no razono, un espacio sin tiempo y sin espacio que se encuentra en el fondo de mis pulmones que me dan el aliento para aporrear la máquina.

La nada. Y desde ahí, desde esa nada salen mis palabras que llenan ese espacio que no es exterior ni interior. Digamos que es un espacio otro, el de las palabras. Un sitio aparte. Digamos aquí para efectos de esta escritura que el espacio de los proyectos de octubre cuando ya decae el año y en el cuerpo pesa las jornadas, los sueños, el desvelo de todo el año.

El duelo. Los fracasos. Un sitio que surge frente a mis ojos y que sólo puedo interpretar con el golpeteo constante y rápido de mis dedos índice sobre las letras blancas. Escribo así, con todo y acentos.

O busco. Aguanten tantito, escribí que esa escritura sale limpia, con acentos. Me detengo, esto quiere decir que hay una cuarta persona que se ocupa de corregir antes que aparezca esta escritura. Que hace la corrección en caliente antes que se fijen las ideas en la pantalla. Tengo preferencia por las palabras que se forman a mi margen izquierdo (esa persona, la cuarta, es un personaje lírico). Vista la máquina de frente a mi cuerpo, mi persona. ¿Qué querrá decir toda esta orientación y sonido de las palabras? No lo sé. Nunca lo había pensado.

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