Emprendimos la marcha a las cuevas del altiplano ya entrada la mañana. Íbamos Petronilo, Yolando y yo, provistos de enseres muy rústicos; entre ellos, una escopeta sin tiro y un barbecho de arado que Petronilo arrancó por el camino sin que nos diéramos cuenta. Teníamos la certeza de que en esas cuevas habitaban los prohombres de la vieja guardia, aquellos que aún no concebían el sexo como práctica meritoria, y lo ejecutaban de manera casual como lo hacen los monos y las cebras; no obstante, aquella práctica incierta había llenado ya de comensales los chirimoyos que crecían en las landas del altiplano sin que hubiera necesidad de cultivarlos.
Pasamos de largo frente a las cuevas, porque sabíamos que, a esa hora, la cuerda de primigenios andaba alborotando las palotadas de la zona contigua, a propósito de cumplir con lo que hasta ese momento era su necesidad urgente: paliar la desmesura de su hambre con la carne dulce y deliciosa de un número incontable de chirimoyos o anonas montaraces.
-Es incomprensible que sólo coman anonas- dijo Yolando- habiendo otras opciones de alimento en él área que ocupan.
-Pues es todo lo que comen- apuntó Petronilo- después de gastar las horas del día comiendo anonas, se regresan a sus cuevas a dormir, y a esperar el siguiente día para emprenderla con las chirimoyas nuevamente.
– ¿Habrás notado si hablan? – tercié en la conversación.
Petronilo me miró con diáfana ironía y soltó la siguiente respuesta:
-Únicamente usan la vocal O, en diferentes tonalidades, volúmenes y matices; por ejemplo, cuando arrullan a sus bebés la profieren como un zumbido más tenue que el de las abejas, logrando tal deleite en sus criaturas, que uno se contagia de humor sólo de verlos dormir.
– ¿Cómo son de genio? – indagó Yolando- yo me los imagino rudos y un poco intemperantes.
-Te equivocas- respondió Petronilo- para ellos no se han inventado ni el enojo ni el mal humor; el mayor de sus defectos es ser en extremo desconfiados, a tal grado que traer esta escopeta descargada es para que sepan que nosotros matamos pájaros para comer y no tenemos ningún interés por las anonas.
-Ah vaya- dije yo- y esa marquesota herrumbrosa que venimos cargando, ¿para qué jodido es?
-Para que sepan que lo que comemos lo sembramos- apresuró Yolando, con el fierro aquel colgando de sus manos huesudas y toscas.
En esa búsqueda empeñosa nos encontró la tarde, casi hecha mañana por los efectos de la luz refractándose sobre el plano de aquella meseta peculiar.
Estábamos ya en la maniobra de hacer ciaboga en los entornos nudosos de un matorral, cuando llegó hasta nosotros un rapaz despojado de alguna posible prenda de vestir, a menos que la pluma colocada sobre el pabellón de la oreja cumpliera el requisito de, en extremo, exigua vestimenta.
-O- nos dijo con un gesto de gusto sorprendido. A partir de ahí, los tres difusos exploradores comprendimos que, detrás de aquel lenguaje en apariencia limitado, había un mundo de significados posible. Detallo aquí que aquella vocal vertida con acento de amabilidad nos puso en la ruta de comprendernos con aquel mozalbete habilidoso.
-Qué podemos hacer- suspiró Yolando conmovido.
-Nada- dijo Petronilo- la perfecta comprensión viene del silencio; como en las grandes obras sinfónicas, nada es percibido sin los silencios que la acompañan.
-Es verdad- dije yo- por ejemplo, Scherezada de Korsakov carecería de veracidad sin los silencios de corchea notables en la ejecución de los instrumentos que hacen papeles de solistas aun cuando la orquesta da bases y contrapuntos.
-Será lo que fuera- clamó Petronilo- pero tenemos que, por lo menos saber el nombre de este habitante primordial de la tierra que pisamos.
Con este apremio, los tres hugonotes de manglar, fincamos una expectativa fuera de la lógica que nos había traído hasta el parlamento unitario de quienes serían nuestros vecinos de atmósfera por el resto de los años pendientes hasta el fin de las épocas. Lo que sí supimos es que, por esta vez, no veríamos a nadie más, por lo que urgía el retorno después de que el personaje en argumento nos proveyera por lo menos de su nombre.
Entonces ocurrió algo que provocó que la maravilla hiciera sitio de nosotros. El muchacho, en desmedro, pero vigilante de nuestra urgencia, hizo sonar lo O con las notas de inicio de la ya tantas veces ponderada Scherezada de Korsakov.
Yolando, el miembro más valiente y modesto de nuestro trío, exclamó con una expresión de contento jamás vista:
-Se llama Korsakov- no les quepa duda, y es precisamente a él a quien buscamos.
Desde lo ocurrido hasta la fecha, Petronilo, Yolando y yo, vivimos sin pendientes en la apertura de la planicie o estepa que compartimos con los moradores ab origini del bosquejo este. No ha habido necesidad de más trato o negocio, ellos siguen comiendo anonas y dialogando con la penúltima vocal; nosotros, recorriendo el mundo con nuestra escopeta vacía y nuestro barbecho herrumbroso.
Fernando Amaya