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viernes, noviembre 22, 2024

El servicio de Tamaro 

Reportajes

Le había comentado a mi mamá que relevara a Tamaro en eso de ir a las compras. Ya era tiro por viaje, estábamos en la parte álgida de la venta de pizzas y Tamaro no aparecía con los ingredientes para su hechura. 

Muchos años después nos enteramos de que, el gentil Tamaro, se gastaba el dinero de las compras en Pochutla, con sus amigos, y que cerraba tal o cual antro o burdel, que para aquellos tiempos eran lo mismo, y prácticamente secaban las hieleras de cerveza y dejaban vacíos los exhibidores de otros menjurjes alcohólicos. Nos dijeron que, para aquello, el Tamaro no tenía competencia, con voz imperiosa mandaba cerrar el negocio y todos los que permanecían en él eran dispensados del pago por obra y gracia de nuestro pequeño magnate del bocho con redilas.   

Una más de entre tantas que se volvieron episodios narrables en el apogeo de aquel chaparro buzo y a la vez pizzero, así como inventor de la hamburguesa marisquera y los licuados de peyote entre otras muchas ocurrencias.

Aquella mañana mi padre me sorprendió un tanto irritado y apresurado: “Vente, León”, me dijo, “tu hermano llenó de jipis la palapa, y ya es más hospicio que negocio”. Motivado por el apremio de mi padre, dejé lo que estaba haciendo y me dirigí con él a la palapa familiar ubicada justo frente a la playa de aquel lugar célebre por su tolerancia para la práctica del nudismo y otras cuotas de costumbres y hábitos innecesarios de nombrarse aquí. 

Ni bien habíamos llegado a la palapa, cuando ya escuchábamos el borlote causado por un grupo bastante grande de gente que movía sus cosas y las acomodaba en los espacios para esos momentos ya reducidos del negocio en mención. Una mesa con artilugios varios para ornar las testas y orejas de quienes lo desearán así, otra a modo de tapanco en donde se exhibían bolsas, pipas y atrapasueños de todos los colores y tamaños, ornamentos, menjurjes y cuánta cosa apilados por aquí y por allá. Mi papá empezó a llamar uno por uno a los subsidiarios de aquella empresa que había montado Tamaro en sus delirios de ser solidario con el prójimo, en la lógica existencialista de vive y ayuda a vivir.  

Con su voz atronadora mi padre empezó a inquirirles a aquellos operarios del negocio de tortas cuál era su función o desempeño. “Yo le cuelgo la hamaca a Tamaro, Tío, y estoy al tanto de lo que se le ofrezca mientras duerme”, informó el Matabachas. “Por favor toma tus cosas y retírate”, exclamó mi padre de forma definitiva y cortante. “Yo le lleno la cubeta de agua para que tome su baño, señor”, dijo el Papel Arroz, llamado así por su palidez extrema; de inmediato mi padre lo conminó a tomar sus cosas y retirarse. Aquel dijo que era el que le pasaba los alimentos al Tamaro; éste, el que le alcanzaba la ropa para que se cambiara; el otro le hacía su licuado; en fin, en total como veinte que hacían solo oficios prescindibles de atención al señor Tamaro, pero que contaban con su torta diaria, su arroz con frijoles y su refresco, sino es que su cerveza incluida en la calidad del servicio prestado. 

Recuerdo que sólo el Yaqui ofreció resistencia, tenía ahí la mesa más grande de chucherías para la clientela ex profeso y reclamaba a mi padre sobre la difusión que le hacía al negocio con su vendimia; mi padre, hombre muy respetuoso pero firme en sus decisiones, le dijo que no había ningún trato con respecto a lo dicho, e igual el Yaqui tomó sus cosas y partió. 

Sólo Miguel y Marlene permanecieron pues, no obstante referirse a Tamaro como el intelectual de la cocina y consentir aquella vida de comodidad hamaquil, eran los que sacaban la chamba haciendo las tortas y sirviéndolas a los comensales. 

Mi padre, antes de volver a sus ocupaciones, fue severo con Tamaro, lo instruyó para que él se hiciera cargo de la hechura de las tortas y demás comida, apoyado por Marlene y Miguel, quienes se abocarían más a la atención de las mesas 

en la prestación del servicio de la palapa que, desde esa vez, empezó a funcionar como negocio, modesto, pero en fin negocio, que cumplió su propósito de resolver las necesidades básicas de nuestra sobrevivencia. 

Fernando Amaya

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