César Rito Salinas
En una primera edición de Procultura, en 1985, Álvaro Mutis dio a conocer un bello libro de narraciones, prosa y ensayos que el FCE reimprimió en aquel 1988: La muerte del estratega.
Mutis, colombiano él, preso durante un tiempo en el Palacio Negro de Lecumberri, sostiene en su autobiografía que “el último hecho político que me preocupa de veras es la caída de Bizancio en manos de los infieles en 1453”.
En La muerte del estratega Mutis se ocupa de algunos días de la vida de Alar, el Ilirio, estratega de la emperatriz Irene, quien sufriera martirio a manos de los turcos en una emboscada en las arena sirias.
¬-Ellos hallaron el camino. Al crear a los dioses a su imagen y semejanza dieron trascendencia a esa armonía interior, imperecedera y siempre presente, de la cual manan la verdad y la belleza. En ella creían ante todo y por ella y a ella sacrificaban y adoraban. Eso los ha hecho inmortales. Los helenos sobrevivirán a todas las razas, a todos los pueblos, porque del hombre mismo rescataron las fuerzas que vencen a la nada. Es todo lo que podemos hacer. No es poco, pero es casi imposible lograrlo ya, cuando oscuras levaduras de destrucción han penetrado muy hondo en nosotros. El cristo nos ha sacrificado en su cruz, Buda nos ha sacrificado en su renunciación, Mahoma nos ha sacrificado en su furia. Hemos comenzado a morir. No creo que me explique claramente. Pero siento que estamos perdidos, que nos hemos hecho a nosotros mismos el daño irreparable de caer en la nada. Ya nada somos, nada podemos. Nadie puede poder.
Estos eran los pensamientos que ocupaban el tiempo del Estratega Alar, el Ilirio, en los tiempos de hombres que se hacían llamar “Espada de los Apóstoles”, “Guardián de la Divina Theotokos”, “Predilecto de Cristo”.
Próxima su muerte, el Estratega se enamoró de una mujer joven, Ana de Alesi, la cretense. Al momento de morir atravesado por flechas turcas, El Estratega pudo contemplar en su último aliento la razón de su existencia: “El delicado tejido azul de las venas en sus blancos pechos, un abrirse de las pupilas con asombro y ternura, un suave ceñirse a su piel para velar su sueño, las dos respiraciones jadeantes entre tantas noches, como un mar palpitando eternamente; sus manos seguras, blancas, sus dedos firmes y sus uñas en forma de almendra, su manera de escucharle, su andar, el recuerdo de cada palabra suya, se alzaron para decirle al Estratega que su vida no había sido en vano…”
Así entró el Estratega en el territorio de la muerte, enamorado. Así lo contó Álvaro Mutis: “Un último flechazo lo clavó en la tierra atravesándole el corazón. Para entonces, ya era presa de esa desordenada alegría, tan esquiva, de quien se sabe dueño del ilusorio vacío de la muerte”