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viernes, noviembre 22, 2024

El diálogo de la infancia con el sondo del aguacero

Reportajes

César Rito Salinas

Para José Narval

Por estos días con lluvias repentinas, el caer de las gotas de agua sobre los tejados de la ciudad, con ese sonido que nos acompaña en altas horas de la noche, vuelvo a recordar los días de mi niñez cuando despertaba en la oscuridad, todos dormidos en casa, y olía ese caer de la lluvia.

Ese sonido que se ató a mi cabeza, ese aroma respirado en la más absoluta oscuridad.

Las noches de lluvia marcaron el tiempo abierto de los sueños del niño callado que fui.

Los demás dormían mientras ese pequeño anidaba historias en su cabeza, a partir del sonido de la lluvia que cae.

De esas noches obtuve certezas: el mundo de la imaginación está próximo a uno: ahí estaba la lluvia, la seguridad que otorgan las aguas del cielo al ser humano, ese sonido al caer sobre el tejado, tan próximo que uno lo respira.

Ahí estaban papá y mamá, todos.
Lejos de ese espacio estaba la muerte, la enfermedad, el sufrimiento.

Digamos que el sonido de la lluvia fue el prólogo para entrar al mundo de los libros, donde imperan ciertas atmósferas, aromas.

Pasó el tiempo, mi vida agarró otros rumbos: tomé la calle de los músicos, la carretera que conduce al puerto, a las cantinas. Crecí. Encontré amigos y mujeres, algunos libros. Murió mi padre, mis hermanos crecieron, aunque con pocos años empezó a golpear la vida mis entrañas.

Partí de mi casa. La casa ya no era el sitio donde nos reuníamos a desayunar los domingos, donde se fraguaron los primeros ilusiones.

Llegaron las carencias, la enfermedad, el dolor.
Tomé plena conciencia del camino, de la amistad, del dolor y de la muerte.

Conocí otras ciudades, otros puertos; muchos barrios.
Disfruté la presencia de la mujer y la camaradería de la gente sencilla.

Me alegraron los amaneceres y la puesta de sol, en compañía y sin ella.

La lluvia nocturna seguía presente en mi vida.
Nada me otorga más certezas en la vida que escuchar la lluvia caer, oler la tierra mojada.

Soy gente del calor, por eso amo la lluvia que hace crecer la tierra, que reproduce sus frutos. La lluvia: en el campo o la ciudad, en los mares.

El agua intensa que cae en las madrugadas y hace por un instante que el horizonte se pierda, que se junten tierra y mar.

Por un instante.

Hasta que la luz violenta del relámpago los separa.

Una tarde pude caminar sobre la arena del mar, humedecida por las olas y por el agua de lluvia: miles de gotas de agua dulce sobre la playa abierta.

El agua de lluvia sobre la arena en cópula ancestral.
La lluvia sobre el mar, el instante mismo que hizo posible que la vida fuera.

Por estas noches la lluvia cae.

Yo despierto y en mi cabeza vuelven a crecer las historias, como en los días de mi niñez.

Por un instante, al escuchar el caer del agua, al adentrarme en la oscuridad de la noche en la quietud de mi casa, en esa soledad, vuelvo a sentir que están muy cerca de mi cama papá y mamá, mis hermanos.

Vuelvo a confiar en los días del mundo que vendrá.
Y con el sonido de la lluvia está lejos, muy lejos, la muerte y la enfermedad, el desamparo.

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