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domingo, diciembre 22, 2024

Obertura sin opus 

Reportajes

Ya es tarde, me aqueja una dolencia leve, la tos no me deja dormir; el aire, tan indispensable para refrescar estos calores de órdago, me provoca molestias. Pero, debo decir que estos momentos de ligero sobresalto, también inquietan esa parte de mi ser que se mueve entre brumas. Es normal que los seres humanos queramos aliviar nuestras responsabilidades en los yerros de otros; resulta muy difícil aceptar los propios errores, para después asimilarlos y corregirlos. En mi percepción insomne y un poco fatigada, caigo en la cuenta de que eso pasa conmigo, sobre todo porque hay una referencia inexacta respecto a mi talante de individuo probo u honesto. Inexacta porque, como todo ser humano, tengo mis yerros y estoy muy consciente de ello, especialmente con lo que respecta a lo íntimamente humano, me refiero al aspecto dúctil y maleable de las relaciones sentimentales. Nunca me he aceptado como propiedad de nadie, ni ha sido mi propósito sujetar a alguien para prosternarle a una servidumbre, aunque fuera de afecto. Me doy cuenta cabal, que el mundo, o por lo menos mi mundo, rota en sentido contrario, y que cuando se pregonan y reclaman derechos justos en relación a la igualdad y equidad de género, no se va más allá de allanar un camino trillado por el paso frecuente de las dependencias absurdas y fragosas del amor iluminado por las bondades de la misma moral decimonónica que ha abarcado a todas las generaciones como antecedente y que copará, en buena medida, a las que se están fraguando en esta adulteración de la bondad y la razón. El fuego te quema solo si alargas la mano, me dijo mi abuela cierto día; pero yo vine a dar al mero centro del incendio; porque mi insomnio es eso, un incendio de luces obstinadas caminándome el rostro a altas horas de la noche; toma formas ominosas y espectrales, unas veces el talante de una mujer semidesnuda que se acurruca entre mis fosas nasales; otras, es una volanta de orcas saltando sobre mis ojos, a los que han asumido como su mar patrimonial. Pero esa luz tiene su origen en un pendiente aún no resuelto. Los años han pasado, y los hechos se han relevado unos a otros al desfasarse una década para permitir el arribo de otra; no ha sido suficiente, hay un tiempo que se mantiene estático en esa frontera insalvable ubicada entre el olvido y el recuerdo; a discernir y asimilar los efectos de ese tiempo viejo, dedico ahora mis mejores esfuerzos, intentando dar respuesta a tantas preguntas pendientes; pero en lo fundamental a una, esa que es tan difícil de responder porque implica renunciar a mi decisión férrea de no buscar en otra parte la excusa de mis errores, o de mi error, para ser más preciso. 

Recordar que mi voluntad se debatía entre un deseo a punto de cumplirse y la lealtad a punto de estrellarse subrepticia y contundentemente, casi me permite reducir la duda a su mínima expresión. Tal vez el mayor cargo de conciencia no resida ahí, sino en las consecuencias que mi acción trajo consigo. Ver a esa mujer deambulando por las calles que ahora me reciben con un gesto de total indiferencia, me mueve a pensar que pude haber escrito la historia con el mismo argumento, pero con otra trama. Porque ella se evade de estas últimas páginas para hacer sus recorridos habituales, y por las noches se guarda comedidamente entre las pastas y el lomo del impreso que alguien ya debe estar leyendo con un dejo de intriga en los ojos. Ese lector voluntario quizá me ayude a «colar» la verdad única y válida, a partir de todas las conjeturas expresadas a lo largo de este moroso relato, que, así como el condenado a muerte se resiste al cadalso, se niega a proponer un fin conciso y tajante. La suerte está echada, dijo el famoso guerrero al inicio de su más celebrada batalla, lo mismo dije yo cuando abordé, no sin premura, el barco que me puso a distancia y a tiempo de los sucesos que ahora mueven mi conciencia y la hacen redactar esta especie de testamento definitivo. 

El tiempo regular discurre impasible, amanece y yo sigo despierto. 

Fer Amaya

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