César Rito Salinas
Se trata de ver la vida bajo el puente, un puente, cualquier puente. Se trata de sentarse junto a las aguas que corren lentamente mientras el olor a Diesel llena el espacio.
Desde una orilla se puede ver la mancha multicolor que flota, se arrastra, lame las piedras -levanta su olor que llena tus pulmones. Se trata de sumergirse en la doble oscuridad líquida del agua con su olor y su sonido no identificado -el singular aroma que de noche te revienta en la cara- que se levanta como gruñir y lamer de perros entre la basura o ruido de los ebrios revolviéndose entre polvo y cartones. Se trata de permanecer en el río, bajo el puente, con los brazos cruzados sobre el pecho como único abrigo contra tu desánimo, la locura.
Quizá también se trate de acomodarse en el extremo de una ciudad que te acepta y expulsa a un mismo tiempo; de no-estar y seguir en ese espacio, el del expulsado, junto el correr del agua en la noche, bajo el puente acuclillado como para hacer caca, pero sin hacer nada.
Sentado, digo, junto a lo que te expulsa y te llama, te incluye y te resiente como estreñido, solo, rodeado del aire pestilente que te empapa desde la cabeza al cuello, el pecho, que deja tu cuerpo como una sopa fría; agarrado a tu estómago, que es lo único que tienes, que te pertenece, el retortijón, el ardor del hambre, el vacío, la sola presencia que permanece contigo, que te acompaña cuando estás sentado bajo el puente.
Con tu hambre, la única compañía que se quedó, que se mantiene pegada a tu sombra desde la infancia cuando ya todos se marcharon, se fueron tras la política, la religión, la policía, la maldita policía; digo el hambre, tan fiel y tan pegada a tus talones, digo, te encuentras sentado junto al río -bajo el puente- olvidado junto a las piedras como el pan en la mesa, con hambre.
Desde aquí se ve Santo Domingo.
- Para sufrir hambres se viaja, pero nadie informa de esto.
El párrafo pregunta sobre los tonos verbales y responde el acróbata sobre el cable, con sombrero de copa y en calzones, unido a la pértiga desde con la que realiza su balanceo. - Pídele a San Antonio, mijito.
La pregunta que implica la ecuación se refiere al espacio, como en los tiempos del abuelo Juan, de papá José, de la tía Natalia y Josefa. El espacio. ¿Cómo trasladar los cimientos de la casa que levantaron los ingleses junto al mar? Mover, desmontar la casa y trasladarla a otro sitio será algo que nunca aprenderemos. - Bendito –dijo la abuela.
- Mira nomás.
- Mijito.
El grupo de borrachos pegado al barandal del puente del arroyo conforma la Mayordomía Silenciosa, algo de protesta y festejo que gurda la mancha de borrachos mientras se extiende grande, como epidemia.
-Desde aquí se ve Santo Domingo –dijo Don Lucio y señaló al fondo las cúpulas resplandecientes, donde ondeaba la bandera del Vaticano; en la mañana, corría el aire fresco que tocaba el rostro grasiento de los borrachos y lograba, en preciso instante de rozar la cara sucia, el efecto visual que agitaba las banderas sobre la cúpula de la iglesia, al fondo de valle. - No llegan con el mandado –soltó Evelio.
- Se largaron con el mandado – apuró Plutarco.
La bola de borrachos crece en la calle a media mañana, en espera del tanque, el alcohol que fueron a conseguir los distinguidos señores Chepil y Chencho, se pusieron a contar historias. Sobre el grupo de ebrios descendieron las palabras conducidas por ángeles de la guarda, bien metiches; los hombres y los ángeles, miraban el envase vacío testimonio de lo fugaz del instante del relato.
El silencio corrió como sobre un espacio escénico, contra el rostro de los borrachos -que algo de actores de reparto tienen- enconaba la narración. - Mijito.
- Pinches culeros, se fueron lisos.