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viernes, octubre 18, 2024

El oficio de los lingüistas

Reportajes

César Rito Salinas

El estilo consiste en añadir
a un pensamiento dado todas circunstancias
calculadas para producir todo
el efecto que este pensamiento debiera
producir.
j. Middleton Murray, El estilo literario

Lo que llega de lejos y aparentemente no relaciona, casero, ordinario, viento, mar, la arena que vuela y toca tu espalda, como la sombra de un sitio arqueológico que avanza al caer la luz del día: nadie habrá, excepto un lingüista, que relacione la palabra casero con semejante.
Salgo de la radio universitaria y el viento helado golpea mi rostro.
Mientras atravieso el patio, mi mano busca en el abrigo el encendedor.
Durante la lectura de poemas en la radio mencioné a mi padre, muerto en mi infancia, dije: “crecer huérfano no significa nada extraordinario en este país”.
Dije poemas a mi madre, al pueblo donde nacieron, las fiestas populares, la regada de frutas, la carreta de bueyes y flores; los niños montados a caballo.
Los capitanes del mar confunden la habitación con un castillo de proa, mandan ciar, caer a babor, empatar la luz roja con su igual para continuar la travesía en la profundidad de la noche como el hombre viejo que atraviesa el puente, entre la ventisca, tomado de la mano de su nieto.
Entrar o salir implica un tiempo que demanda fuerza.
El argumento concluyó hace tiempo y tú insistes en continuar la historia, como el caballo enloquecido que no baja el trote derribado ya su jinete.
La luz de la tarde se hunde en el horizonte, renueva argumentos, si, donde el bruto insiste en cabalgar contra el viento por el puro placer de que el aire golpee su rostro mientras sube por su cara, larga y ancha, hasta alborotar la crin entre los rayos del sol poniente mientras salen por sus orejas -como alma que se levanta entre el polvo dispuesta siempre al baile.

La noche de la petición de boda yo le había jurado amor eterno, pero no contaba con la voluntad adversa de los dioses.
Ella me pidió antes del encuentro con su padre, “huyamos”, dije, yo me porté como un pescador serio, “te pido”, le dije.
Ella quería recorrer puertos y ciudades, “vámonos”, repetía mientras hundía su rostro entre mis cabellos. Afuera cesó por un instante la música del bar. En ese tiempo yo quería levantar familia, iniciar la vida sin acechanzas.
Ella puso en mi plato la espina en la carne del lenguado, para que yo callara.

Cuando llego a casa sale a recibirme la perra (todo ocurre en un orden doméstico).
Mueve la cola, se agita, caracolea como un caballo.
Pienso en mezcal, su detenida transparencia,
La empresa y sus angustias, mientras sube un nudo en la garganta que me acompaña.
Yo leía poemas a mis padres con la piel erizada, como lo haría un criminal al instante de cometer la fechoría. Al atravesar el patio universitario, en mi cabeza se agitaban las teclas de un acordeón, el fuelle blanco y negro, la cubierta plateada en mitad de la galera.
En la avenida universitaria los árboles entonan la canción triste, de los amores de juventud. En la parada del camión tengo conciencia plena de que hice una representación.
Enciendo el cigarro.
En el fondo de mi corazón mis padres están en su casa, en su tierra, a la hora de la tarde se sientan a beber café con leche y pan.
Con esto me quedo, en la lectura de poemas para la radio universitaria hice un retrato de mis padres.
Yo digo isla y aparece el blanco, rojo y verde, el sobre de una carta ordinaria.
La isla es la carta, su marco con los colores nacionales.
Un espacio que abarca los cielos y los mares, las palabras.
El mar, las hojas de sargazo que arroja la noche, los objetos que pierde el mar en la playa, botellas de whisky, bolsas de dormir. Mensajes. Poemas dentro de las botellas. Mensajes. En la tarde de mi infancia llegaban noticias de la isla, “en el mar llueve”.
El sitio del remitente era Isla de Cedros, Baja California Norte.
Regreso a casa con la bolsa de pan.
Quizá escriba una carta para decirte que en el pueblo nunca llueve.
Cuchicheo, el aire escala por el paladar blando y sale por la nariz como un zumbido de zancudo, llega para recargar el revolotear de laboriosa abeja.
Aprendo, la forma en que algunos autores bajan las palabras contra la luz mientras el aire se agita y las reclama. El cielo del paladar, la tarde rebota entre ruedas de autos hasta ocupar el campo visual repleto de suspiros.
La tarde. Caballito del Diablo, libélula.
Juego de magia con alas transparentes.
Estás, no estás.
La tarde juega a las escondidas con algunas especies aladas.
Salvación para todos mis amigos.
Manco, sube el aire el velo del paladar, nasal. Nunca.
Las fosas nasales se abren para hacer la resonancia.
El aire viene de los pulmones, con la presión inversa.
En un tiempo estuvimos dotados de agallas.
Mi palabra. Tu palabra. Todo viene de la misma bolsa gris azulosa.
Facunda, decir el nombre de mi madre, una experiencia fricativa.
Unthinkable. Yo sumo territorios, lugares, naciones de palabras. Territorio lleva aquí su práctica política, cierta modernidad. Tres veces volé a la isla. Fueros necesarias tres vuelos porque no identificaba el territorio de mi país. Yo hice mi infancia junto al mar, pero nadie puede identificar coherentemente que el mar sea una nación.
¿Puedo ser habitante de la nación caballo perro?
Amo la brisa marina sobre mi rostro y también que alguien celebre mi regreso en el patio, al volver a casa. Intento existir más allá de cierta territorialidad convencional.
El perro ladra a la abeja, una imagen necesaria que vuelve, jamás se marcha.

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