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domingo, diciembre 22, 2024

Mike Laure y Los Cometas

Reportajes

César Rito Salinas

Calle poblada de silencios.
La luz dota de otro sentido las palabras, como si después del silencio las palabras levantaran un silencio más hondo, infranqueable. En la esquina de los autobuses Sertexa, dos cuadras arriba de la Secundaria 106, territorio de San Martín por la Secundaria, un hombre duerme en el piso con el brazo derecho bajo su cabeza hace su almohada. Mediodía, domingo, colonia Presidente Juárez, San Martín Mexicapam.
El sol cae sobre el hombre que duerme; enfrente, la casa con muro azul levanta sobre la puerta un moño negro.

  • ¿Murió Toña? -dijo él.
  • Murió, pero dejó el negocio -dijo ella.
    En la verdulería el hombre pide plátanos y manzanas, dos atados de espinacas. La mujer que atiende pregunta con un tono de reproche.
  • ¿Naranjas, no va a llevar?
  • No -dijo él.
    Dice Agambem: “Al decir de todo esto podemos contar la historia (…). Todo esto significa pérdida y olvido, y lo que el relato cuenta es precisamente la historia de la pérdida del fuego, del lugar y de la oración.
    Todo relato -toda la literatura- es, en este sentido, memoria de la pérdida del fuego”. En las partes altas de Monte Albán no te alcanza el brazo de la ley; sopla el viento, espacio propicio para borrar tu nombre de cualquier registro. Las cabras pasan/suben al Monte Antiguo;/polvo, canciones. Por la noche, el hombre regresará a casa con la bolsa al hombro, la frente en alto; silbará fuerte, seguro de que tras los muros unos ojos lo cuidan.

/abro los ojos; la raya blanca guía las curvas del camino.
El ebrio habla en la banqueta, mueve las manos, mira al cielo; en la madrugada del 2 de noviembre habla con el muerto que regresa a recoger sus pasos. A lo lejos escucho las zapatillas de mi madre, rumbo a la cocina. Como si escuchara la lluvia sobre los cristales de la ventana. La gota de agua se fuga en el zinc. Un domingo recibimos la noticia de la muerte de mi padre; en domingo florece el lenguaje. Un domingo termino el duelo por la muerte de mi padre, que duró en mi pecho cuarenta y cuatro años. El domingo me doy cuenta que la pena cabe en dos o tres palabras dichas después del dolor; puedo estar dentro de ese dolor, pero igual estará el dolor ahí si yo me ausento. Los ebrios comen palabras, las trasforman en fuego y maldiciones; en la baqueta de doña Tina hablan aguado, vomitan lumbre. Me dijo que regresó a la colonia porque no podía vivir sin la música.
Cuando lo conocí me habló de la diminuta piedra en la boca, a la hora de cruzar el desierto. Tan pequeña como el miedo que debes ocultar bien entre la arena y tu desesperación, en los zapatos, entre la arena y la tapa del tacón para que la migra no te atrape. Le decían Perro Negro, un gigante de dos metros, se perdía muchos días de la colonia y, de pronto, regresaba a tomar mezcal.
Se hizo viejo, lo abandonaron las mujeres, su familia. Un hermano le echó pleito por un asunto de terrenos, vendieron su casa en Monte Albán. Se fueron a vivir a la colonia Guardado, allá por el basurero municipal. Tuvo la desgracia de que su madre viviera tantos años; cuando los abandonó su padre se comprometió a cuidarla. No levantó familia, no la conservó. Flojo no era. La tarde en que lo machetearon estuvo bebiendo mezcal conmigo, en el puente del arroyo, pero ese día me retiré temprano.
Me fueron a avisar a la casa, ya estaba dormido, no tengo quien me despierte. Lo fuimos a ver al hospital, tenía el brazo destrozado, le pusieron clavos para arreglar la herida, medio kilo de fierro. Contaba historias del desierto, del norte, de Calexico y Mexicali, de Tijuana. Allá fue gente de armas, del orden.
Cuidó a un político.
Siempre de servicio, perdió a su familia. Yo lo conocí noble, pacífico. La gente le tenía miedo. Fui testigo cuando desarmó al comandante Benito, de la Preventiva. A Perro Negro le bastó con tirar un golpe al pecho; desarmó a Benito, descargó el arma, se metió las balas en los bolsillos, dejó el fusil en la batea de la camioneta. Ratero no era.
Lo conocí hace muchos años, formamos un grupo de bebedores, pies hinchados, a todas horas arriábamos mezcal. Perro Negro vivía por La Mona, en el cerro, junto a Monte Albán; cuando bajaba de madrugada lo acompañaban los perros; hablaba con las plantas. Trabajó de jardinero, tenía buena mano para sembrar, cuidar animales. Era de la mixteca, gente de campo. En la colonia no encontró trabajo, hace tiempo se acabaron las granjas. Hablaba del norte, de cómo se chingó a los gringos. Decía de sus hijos en Tijuana, que tenía familiares en Lomas Taurinas.
La gente le tenía miedo, lo macheteó un chaparro, el Mugres, yo no estaba, antes habíamos tomado juntos. Un día se puso a llorar con Evelio, el otro amigo nuestro. Los tres fuimos a Juchitán. Los monté en el carro, fuimos rápido. Bebimos mezcal en el camino; hubieras visto la cara de esos dos hombres de las armas con el miedo metido en los labios resecos. Los ojos bien abiertos entre tantas y tantas curvas del camino.
Evelio fue guardia de valores, metía bien las manos cuando peleaba, más de una vez pude verlo, zas-zas. Esquivaba golpes con un bending, un rolling precisos. Respiraba sin emoción; lo mejor que tenía en el pleito era su cabeza, frío, medía las cosas, no tenía miedo. Pensaba y ponía el golpe.
Tenía buena derecha, pero mejor izquierda. Y su calma, siempre con las manos al frente, pum, pum, mocos; los ojos atentos, pum; como si estuviera de servicio. Pas-pas-pas, abajo. Aplica el check-up. Guardaba distancia, lanza el golpe cruzado. Tuvo mujer; antepuso el trabajo a su familia, era guardia en una camioneta de valores. Salíamos a tomar de madrugada.
Uno alto, Perro Negro, dos metros de puro rencor; otro chaparro, Evelio, apenas el uno cincuenta de ira cerebral. Con las manos el mejor era Evelio, prudente, medía y acertaba; muy veloz.
Era demasiado bueno verlos enloquecer de mezcal. La gente les tenía miedo; la muerte llegó a salvarme de mi destino. Pude escapar porque agarré chamba en la funeraria, en tiempos del coronavirus. Pedían su música, Mike Laure y sus Cometas. Cantaban, compartían el trago como quien entra al desierto; sin medida.

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