El primer recuerdo borroso que tengo de la vida es el velorio de mi abuelo. Como cubierto por una sombra densa, veo pasar a mujeres condolidas pero graves, por un escenario qué tal vez sea mi primer recuerdo doliente, atenuado por el amor que esas mujeres me procuraban merced a mi muy tierna edad. Colijo que ahí se encontraban mi madre, mi abuela paterna, mis tías, al interior de una covacha de horcones bajos y de techo pronunciado en dirección al cielo de El Jordán, en la jurisdicción normativa de un Tehuantepec que después calzó en mis remembranzas con otros matices de aire y de fuego. Por boca de esas mujeres supe de mi lugar de nacimiento e imaginaba, ya en la edad de imaginar mejor, un monte alto recorrido por un río caudaloso en su parte baja. También cobró forma en esos recuerdos una casa alta, hecha de pura piedra, construida frente a la iglesia donde la feligresía rendía culto a Santiago Apóstol.
Después de una breve estancia en Ocotlán, regresamos al Jordán, donde estudié del segundo al quinto grado, en una escuela muy sencilla, pero bastante cordial y agradable. Durante la estadía en El Jordán, mi padre llegaba de la Sierra Sur, a donde regresó por motivos de su trabajo y por haberse hallado a ese clima que le era propicio en su labor de alzar mampostería y techar viviendas e incluso iglesias en su trabajo de modesto constructor a cuchara y nivel.
Mi padre de nombre Antonio y mi abuela de nombre Ignacia eran muy dados a ocupar las primeras horas de la noche en contar historias vividas por ellos, en algunos casos hasta con su cuota de magia que nos hacía estar expectantes al reunirnos para la labor de deshojar y desgranar mazorcas, o con el simple y estimulante motivo de beber café con tostadas a la hora de la cena. De boca de mi padre supe pues de las fincas, de Xanica y de la Casa de Piedra. “Que tú naciste allá mi hijo, y te lograste merced a los cuidados de tu madre y de tu tía Oliva, allá en esa casa que algún día habrás de conocer”.
Consigno aquí el nombre de mi madre: Petra Amaya, ella me describía con holgura la casa en referencia: “Que es grande, hijo, grande y sólida como no te imaginas, ahí te recibió tu tía Camila, aún de siete meses, como Xanica es un lugar bastante frío, llegó el momento en que tuvimos que cubrir cada resquicio de la casa para que pudieras sobrevivir, para los meses de frío intenso tuve que bajar contigo a estos lugares cálidos a que te repusieras de una bronquitis que estuvo a punto de convertirte en angelito”. Escuchaba la anécdota y concebía la ilusión de alguna vez conocer esa casa emplazada en un altozano de la Sierra Madre del Sur. “De allá arriba se ve el mar hijo”, conversaba mi madre, “vamos a pasar por Pochutla para tomar un camión de carga que nos lleve al Puente Copalita y de ahí en mulas o a pie haremos el último trayecto para llegar a Xanica”. Eso cuando mi padre nos dijo que había resuelto retornar con nosotros hasta ese lugar, por hallarse comprometido en la reparación de la iglesia, motivo por el cual le sería ya muy difícil venir de tan lejos a estarse con la familia, como hasta entonces lo hacía. Para mí ese viaje fue un hecho inédito, razón por la que redacto estas líneas al impulso de aquellas emociones primerizas.
Corría el año 67 cuando hicimos el trayecto de Tehuantepec a Oaxaca, mi cara pegada a la ventanilla y la de mi padre asomándose por ahí también para responder a mi curiosidad por conocer poblados y estancias visibles al paso. Mi madre, y mis hermanos en los asientos contiguos haciendo, también como yo, equilibrios para no marearse y llegar a Oaxaca aún con energías y ánimos de continuar. Eva, mi hermana mayor que también nació allá, guardaba una memoria nubosa del lugar y de la casa; Toño y Mundo, los más pequeños, iban a descubrir conmigo los detalles y pormenores de una ruta y destino pergueñados por la descripción de nuestros padres.
Bien he de decir que llegamos a Pochutla sin novedad, viajando en un autobús de cofre pronunciado a los que coloquialmente llamábamos «trompudos». Horas de fatiga extenuante fueron abatidas por la algarabía de la llegada a un lugar cálido y acogedor. El viaje a al Puente Copalita lo hicimos en un camión carguero de los que transportaban café de las fincas Alemania, Juquila y San Pablo; para ese tiempo la Finca Alemania aún estaba poblada y tenía su capilla y sus formas de cooperación y comercio con los lugares del entorno. Fue llegar, hacer un descanso y cruzar el Río Copalita a través de un puente colgante, el primero de ese tipo y del cual tengo memoria haber cruzado. El tío Ernesto había mandado dos mulas para las cajas y para los niños, dijo; pero el trayecto de Piedra de Luna a la Finca El Consuelo, porque era demasiado empinado, lo tuvimos que hacer a pie ya casi al caer la tarde de ese tercer día de viaje, que nos hizo pernoctar a poca distancia de nuestro destino final.
Entrando la mañana y agradeciendo las atenciones y el hospedaje de los moradores de la finca del Consuelo, hicimos el corto trayecto a Xanica, nuestros padres a pie y los niños a lomo de mula como gauchos de aquella zona integérrima. Descubrir el poblado con su iglesia en la cima y enfrente la legendaria Casa de Piedra, fue para mí un rehilete de emociones sostenido por la mano de la única sabana empinada que he conocido, allá donde pastan los equinos sobre nuestras cabezas. Esa Casa, sigue siendo para mí el barco de Fitzcarraldo que me ha permitido navegar las rutas de mi vida sorteando apacibles aguas y procelosas corrientes. Ahí supe también por qué mi padre hablaba de un compromiso, cuando los pobladores, zapotecas prístinos, hacían sus labores como un colectivo con un solo deber. La Casa de Piedra quizá físicamente no sea tan grande, pero creció tanto en mi maravillada imaginación, que hoy la siento como una edificación contigua al lugar donde radico. Nací en esa Casa de Piedra, y hoy la vuelvo a habitar con estas líneas que poco la describen, pero mucho la enaltecen.
Fernando Amaya