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viernes, octubre 18, 2024

Boca Vieja 

Reportajes

Y estábamos logrando nuestro propósito. Habilitar el chinchorro playero nos estaba dando buenos resultados; llenábamos las taras, las hieleras y cuanto bote teníamos a la mano. Por el segundo día nos llegó la queja por un exceso de producción y una escasez de venta. 

Decidimos que esa noche sería la última, adujando el chinchorro y armando las agalleras, a modo de hacer una captura ya sólo para nuestro consumo y el de todos los internos de la Pesquera. Las redes se fueron a fondear en los alrededores del morro y ya estábamos por disponernos a beber el café de la noche, cuando entró un fuerte viento del sur que echó por tierra todos los planes. De inmediato decidimos ir por los equipos, a modo de que aquel ventarrón no nos los fuera a destrozar sobre las rocas del morro. Isidro Pinacho y su servidor encabezamos al grupo de cuatro alumnos comisionados a efecto de recuperar las artes de pesca. 

A la brevedad, la robusta lancha “imemsa” provista de un motor evinrude de 70 caballos, nuevecito, estuvo en posibilidad de ser botada por el empuje de la fuerza de veinte robustos muchachos de tercer grado de la Secundaria Pesquera. 

Pinacho, no obstante ser nuevo el motor, lo probó al aire con un jalón del disco, y arrancó al primer intento. “Todo está bien”, dijo, “vámonos, que ya están reventando olas muy grandes”. Aprovechando la estoa, nos hicimos a la mar con el riesgo de una ola enorme ya enfrente. Pensamos que iba a ser fácil zarpar, con las ventajas de una buena lancha y un motor en las mejores condiciones; pero, cuestión de imponderables o de mala suerte, váyase a saber, el motor no quiso arrancar cuando era imprescindible que lo hiciera; la cuerda del disco se fue en vano dos tres veces, de la mano de un experto, un viejo lobo de aquellas riberas. Lo que vino después fue desastre memorioso, la ola volcó a la lancha como si fuera cascarita de nuez; los muchachos salieron disparados por ambas bordas como muñecos de trapo, Pinacho y yo recibimos los golpes de aquel pantoque azaroso. La tapa regala del costado opuesto dio con todo sobre mi hombro, desarticulándolo completamente, y a Pinacho se le encajó sobre uno de los chamorros el espolón que trae el “fuera de borda” en su extremo inferior. Con esas lesiones severas, Pinacho y yo pudimos alcanzar la orilla, y nuestra preocupación más importante no fue respecto a estar lastimados, sino saber que había pasado con los muchachos. 

Por fortuna, ellos salieron ilesos del accidente, pero mucho muy espantados, al grado que dos de ellos se dieron de baja, para buscar territorios más seguros que el mar. Yo fui a dar con mis dolores a un hospital de Oaxaca, donde me hicieron una operación cerrada que me dejó en recuperación por espacio de varios meses; Pinacho fue tratado en la Clínica del Sector Naval, y de igual forma convaleció el tiempo pertinente. 

Recuerdo que esa noche última de campamento, a pesar de las incomodidades y los dolores, aún tuvimos ánimos para la guasa; Pinacho me sugirió ir a hacerme una manuela a la playa, con la mano desvencijada, para olvidar las congojas; yo le dije que el dolor del chamorro se le iba a quitar en el acto si echaba a correr por la playa en busca de los trasmallos. El caso es que de Boca Vieja guardo estos dispares recuerdos; por una parte, el accidente, pero por otra los decires de mi debate con Pinacho, como cuando le pedí que me compartiera otro metamizol para apaciguar en algo aquellos dolores de escalofrío, y me dijo, pelando la mazorca, que ya se había tomado toda la caja, rematando lo dicho con sonora carcajada. 

Fernando Amaya 

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