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lunes, marzo 10, 2025

Miércoles de ceniza

Reportajes

Acabo de matar a un hombre. Hace unos minutos con mi fajilla de filetear le segué la garganta. Siento todavía en las manos la sensación incómoda de su sangre espesa y, en las narices, el olor de su aliento de perro.

No sé si haya hecho bien. Pero él mató, en forma artera, a mi mujer y ofendió la inocencia de mis hijos. Yo soy de los que no tienen demasiado apego por su familia, más ahora sentí que estaban de por medio mi valor y mi honra. A mí no me gusta humillarme: por eso lo maté. 

Fue la primera vez en muchos años. Los ojos se me llenaron de lágrimas sinceras cuando sentí en la boca del estómago una extraña sensación de pesadez. A pesar de que mi mujer siempre había sido grosera conmigo y con ella mis hijos no se enseñaron ni siquiera a malquererme, esta tarde pude descubrir que siento por ellos algo parecido al cariño. Fue una revelación: frente a mí la mano del asesino puso las cosas en claro desempañando, por un momento, el vidrio de mi conciencia.

Después de lo ocurrido, cuando me dieron la noticia, no pude ocultar la rabia. Fue en el muelle, dónde intentaba, por quien sabe qué vez, corregirme raleándole el pescado a las venteras y a los marchantes. 

Al filo de la media noche después de andarlo buscando afanosamente, lo hallé embrocado sobre la mesa de una cantina, más allá de la Cruz del Siglo. Estuve sentado junto a él a partir de ese momento. Babeaba sin cesar, derrengado sobre una silla, como cosa inútil.

Para consumar mi venganza yo lo quería despierto, por eso ahí estuve, todo el tiempo sobrio, velándole el sueño. Aquella bestia parecía una hermanita de la caridad, como si en su vida no hubiera matado ni zancudos.

El cantinero me trajo una cerveza bien fría, me la bebí a sorbos mientras fumaba. Conforme aspiraba el humo la cabeza me devolvía imágenes del pasado. 

Desde muy pequeño aprendí a delinquir, porque mis padres así me enseñaron. A los miembros de mi familia nos llamaron “Los cuches”, seguramente por nuestra apariencia, pero también por nuestra conducta. Nunca tuvimos empacho en estafar a quien se nos pusiera enfrente. Nuestra “economía familiar” dependía de los virotes y cuatapos. Cuando lo hacíamos con gente de nuestra ralea, nos justificaba el dicho de que “ladrón que roba a ladrón…” 

Estando en estas reflexiones, el macuarro abrió los ojos y al instante los volvió a cerrar. Mi mano aferró con fuerza la cacha del cuchillo creyendo que mi víctima ya iba a recordar. El ambiente todo era una respiración contenida, lo único vivo, ahí, éramos el fulano y yo: verdugo y reo de muerte. Una sola vida a punto de cantearse para un solo lado por la ventaja que me asistía. Se volvió a dormir recogiendo las piernas y embrocándose todavía más sobre la mesa; de pasó tumbó la cerveza que aún me reservaba un trago, el de los fermentos del odio.

Continué con mi vela hasta la madrugada y cuando la luz del “Flojo” se filtró por entre los tejamaniles y un gallo entelerido agitó las alas para soltar su canto cuatrapeado, mi venado abrió por completo los ojos, lagañosos e irritados hasta casi sangrar. No le dije nada, simplemente lo agarré del cogote y le rebané el pescuezo de un tajo bien puesto. El tipo caminó sin ton ni son; trastabillando daba vueltas en círculo…

En ese momento la madrugada se nubló y el silencio estableció su imperio indiferente a la maldad y a los agravios.

Me chispé por la puerta de atrás, la que está justo frente a la parroquia. Entré para sumarme a la fila de gente que aguardaba turno. Cuando el sacerdote me marcó, cuidadosamente, con la ceniza, empecé a sentir en la frente un como ligero ardor. Volví sobre mis pasos para encaminarme, sin rumbo, hacia donde me guiara mi instinto de supervivencia, seguramente todavía por un tiempo obrando a mi favor. 

Fernando Amaya 

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