Pero es menos amargo el sabor de una tragedia que, por fortuna, nunca ocurrió en Villa Chambera. Hacía falta verificar la realidad de los hechos que Bocho le confió a su hermano.Éste se fiaba mucho de la fidelidad tantas veces prometida y asegurada. El amor, a Pecho, le vendó los ojos con dos vueltas de la yacua más gruesa, le embotó el entendimiento, más que si hubiera ingerido una media de alcohol. Era imposible la deslealtad, el calor de ese cuerpo, el sabor de esos besos, la antojaban punto menos que imposible. Fue precisamente ese resquicio, el punto menos por donde se escurrió, primero, un resabio de certeza; después, la certeza misma. Pecho devastó el resto de la tarde en el billar de Goya. Por ahí de las diez de la noche abordó el autobús con rumbo a Antequera; pero no completó el trayecto; decir que ni siquiera lo inició, porque se bajó en la loma, a solo diez minutos del punto de partida. Desanduvo el tramo con la seguridad de que iba sobre el llamado de una falsa alarma. No obstante la calma, puesto que iba a paso ligero, en veinte minutos ya estaba plantado frente al zaguán de acceso a su casa. Para una eventual sorpresa, llevaba en la cintura una cuarenta y cinco con cachas de marfil.
Con suma cautela, cruzó el patio de la vivienda replegado a la sombra de unos árboles de mango, que acentuaban aún más la oscurana. Sigilosamente penetró a la alcoba, donde los oficiantes del gusto corporal no se dieron ni por enterados. Apretando los dientes y conteniendo los impulsos, esperó a que la trepidación cesara y luego habló con voz profunda, conminando a los amantes para salir por la puerta y encaminarlos, a punta de pistola, por el obscuro callejón de su barrio y luego por la calle principal de la Villa, irregularmente iluminados.
Empezaron la caminata, lado abajo, por las Habillas y, según iban avanzando sobre la angosta avenida, se les fue sumando una cuerda de voluntarios, entre personas mayores y mozalbetes. Avanzaron por el norte hasta El Laborío; pasaron frente al mercado de “El Calvario”, coreando arengas y consignas de apoyo al ofendido y de burla y escarnio a los ofensores. Después de ese alto en su recorrido, la turbamulta se organizó rumbo al sur. Con los amantes desnudos y el marido traicionado a la cabeza, recorrieron, por el este, Barrio Chico y una parte de la Cruz del Siglo, bajando por Joverito y marcando, en La Pasadita, una multitudinaria ciaboga para encaminarse hacia el Centro, ya en la parte final del recorrido. Ahí una joven luna menguante los evidenció con su luz espléndida, cuando dos tianguistas intentaban guindar una soga del tablero de basquetbol. En ese justo momento, Pecho exclamó, convencido y rotundo, su determinación de dejarlos ir sin llegar al extremo de privarlos de la vida; quién era él para tomarse esa libertad; nadie, dijo, con el fuego de las lágrimas quemándole los ojos.
Hubo un total asentimiento, no se dejó escuchar una sola réplica. Los pérfidos amantes salieron por piernas, tomando los azarosos rumbos del olvido y la desmemoria. Pecho Arista, esa misma noche se dio a la dura tarea de resignar su vida, olvidando la ingratitud de un amor que, seguramente, le dejo marcas imborrables en la piel del alma.
Fernando Amaya