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jueves, noviembre 21, 2024

Manual para inventar fábulas

Reportajes

César Rito Salinas

Ladrillo y canción se me representan
como una pareja interesante.
Gianni Rodari, su Gramática de la fantasía,
introducción al arte de inventar historias

Alan Pauls dice que el brazo armado de la lectura es el ensayo.
Bien, demos el enunciado como algo digerido -aceptado-, partamos de la aseveración a la escritura; hagamos la guerra.
En la pantalla del trasto aparece el nombre: Gianni Rodari, su Gramática de la fantasía, introducción al arte de inventar historias.
Afuera, en la calle del guamúchil corre frío el viento que baja por el vado desde Monte Albán. En los primeros días de que llegué a la ciudad, me pareció asombroso que la sombra de los muros brotara una temperatura tan opuesta al espacio donde pegaba el sol, la cantera verde congela el espacio y yo, recién llegado del Istmo de Tehuantepec, me detenía precavido ante el espacio donde se detenía la luz solar.
Así es uno, actúa bajo la memoria celular.
Pasados los años, quizá más de 38, sigo pensando que la sombra de los muros en Oaxaca conduce al resfriado, al catarro traicionero que deviene -quizá- en pulmonía fulminante. Entiendo que solo expreso la condición de cuerpo nacido en el calor, la conducta de individuo confiado a los espacios de sol y sombra, aquel que no registra en el ambiente variación alguna de temperaturas.
En la memoria celular se elabora el proceso cultural.
Trataré de explicarlo.
Otra cosa que me sorprende en la ciudad es que la gente ande abrigada en el sol, en los espacios cerrados -pondré acá como ejemplo en los taxis colectivos, el transporte urbano. Transpiran abrigados.
La célula juzga, pero el proceso cultural de emigrado levanta el proceso cultural.
Tengo poca movilidad, contadas veces salgo a los municipios conurbados, a las colonias más allá de San Martín Mexicapan.
Conozco las calles, las fronteras de la agencia municipal. Esta mañana, al salir de casa a la papelería, en la esquina del guamúchil, un señor que bajaba por el arroyo pavimentado, se emparejó a mi paso y, luego del saludo, preguntó en cuánto vendía mi carro.
Sigo pensando como gente de fuera.
Como aquel que no reconoce el nuevo entorno, que no se integra, y en su cabeza hace las veces de un desconocido, alguien anónimo que pasa desapercibido.
En San Martín me siento confiando, anoche mismo me enteré por las noticias de la radio que habían baleado a una pareja, que había un muerto como consecuencia del ataque. La agencia es violenta, según la ubican en los noticieros, pero me gusta salir a caminar por sus calles sea de noche o de día.
Puedo afirmar que me gusta más vivir en la ciudad que en el Istmo, allá en Tehuantepec, en el barrio Santa María. En una ocasión la poeta Rocío González me dijo que prefería la vida en la ciudad que aquella forma cruel de llevar la vecindad en Juchitán, “donde se meten en tu vida, toman el derecho de juzgar hasta los asuntos de la cama”-

Si tiramos una piedra, un guijarro, un canto a un estanque producirá ondas concéntricas que alargando impactarán a las formas que las rodean. En la piedra y el estanque, las onfas concéntricas que se mueven en la superficie del agua, ubica Gianni Rodari el tema de su libro, Gramática de la fantasía.
Si, la memoria como un estanque con aguas que se agitan hasta con el paso del ligero viento.
Si hago un esfuerzo, puedo imaginar que en la ciudad también se presta la vida vecinal al chismorreo, pero el espacio permite ganarse la vida de diferente manera. Pongo por caso el de escribir, los vecinos no te juzgan porque te pasas el día sentado al escritorio, con la máquina encendido. M gano la vida de una forma diferente a como ase gana la vida el vecino, eso lo tengo claro, pero nadie viene a tocar a mi puerta para exigir que deje de dedicarme a lo que me dedico.
Creo que eso es lo que buscaba decir Rocío, que solo nos nombre por nuestro nombre y no antepongan el nombre del padre ni del oficio que tenemos (Julia de Manuel, Juan Taxi). En la ciudad los vecinos no se sienten señalados por sus mismos vecinos.
En esta tarde que escribo escucho a Connoball Adderley, Swing‘n Seatle, si estuviera en el barrio algún vecino al escuchar la música viniera a tocar la puerta para preguntar: ¿Qué eres gringo?
En el pueblo las familias se conocen por generaciones, cuentan con un pacto no escrito, nadie sale de la costumbre. Y levantan la costumbre como forma de conservar la vida, de protección. En Santa María se hace la fiesta para que la gente no baile en boca de la gente.
Bodas, Quince Años, Bautizos.
Así, con mayúsculas, que todos beban y coman, aunque al día siguiente vayan al Monte de Piedad a empeñar hasta la cazuela. No juzgo el origen, pero hago preguntas: ¿Por qué nadie dio la voz de alerta cuando llegó el narco con su dinero?
Por eso, porque traía dinero.
Si fuera un poeta, un periodista, un panadero en que llegara para alterar el orden de las cosas le preguntarían: ¿Qué, te sientes rico? Si sé tu vida.

Soy hijo de madre analfabeta, huérfano de padre, mi oficio es escribir palabras.
La vida en barrio Santa María me enseñó que la letra es más fuerte que la lengua.
Mi oficio es contar palabras, dejar por escrito sucesos.
Me agrada esa parte de Pauls, donde hace puntual lectura de Montaigne y concluye, “el ensayo es el brazo armado de la lectura”.
Sí, coincido con la oración. La escritura del ensayo te lleva a desaprender, a existir con el ojo atento, nuevo.
Con la piel que ejercita a mil la capacidad de asombro.

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