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viernes, noviembre 22, 2024

Algo, ahí, alguien

Reportajes

César Rito Salinas

Cada sílaba
es obra del sabotaje.
Paul Auster, Exhumación

El camino huele a pólvora, toda la noche estallaron los cohetes.
Tengo una hora para hacer esta escritura, antes de arreglar mis asuntos (esto quiere decir que esta escritura es un cuerpo exterior, ajeno, que interrumpe las acciones cotidianas de mi persona. Escribir es algo extraordinario), pero pierdo minutos en encender la máquina y corregir el espacio que separa líneas en esta computadora, el interlineado.
Vengo de lejos, de los festejos de año nuevo, de terminar una novela, de romper con un amor, de terminar libretas y libretas de apuntes; de montañas de libros.
Vengo de la cafetera al lugar de todos los días, todas las horas, la misma silla desde donde abro la tapa de la máquina y espero que encienda, su foquito azul rey me ilusiona todavía, escucho el motorcito de su ventilador y algo se levanta o llega hasta mí, mis dedos cobran agilidad en esta mañana fría, y llegan palabras y palabras. Así hasta que en mi cabeza se va formando una lectura, toda lectura se elabora desde la persona hacia el texto.
La escritura es una representación, en esta mañana leo mi escritura y puedo ver una casa de una planta junto a la carretera, una casa sencilla de una familia sencilla, un padre, la madre, cinco hijos, donde los hermanos pasan la fiesta de Noche Vieja quemando cohetitos que arrojan a la negrura de la carretera.
El fuego es del camino, la pólvora, porque los caminos no arden. No se trata aquí de que alguien aparezca sin previo aviso y lea sobre tu hombro izquierdo, una mujer, un ángel, tu abuelo o tu padre ya fallecido, no. No se trata aquí de escuchar voces y ser el puente, un médium, para que otra voz se manifieste. No. Se trata de levantar tu propia voz desde lo ya antes dicho, ocupar el interlineado y desde ahí levantar tu escritura. Esta es la hora de la pólvora, del aire que huele a pólvora, ningún espíritu puede viajar a este sitio sólo para expresarse con las letras en medio del olor a pólvora, imagino que entre los espíritus habrá un mínimo de gusto.
Bien o mal gusto, pero algo habrá que rechace este olor de la pólvora que se mete por todos los rincones. A este sitio de las protestas le corren los fantasmas. O, bien pensado, podría afirmarse que este lugar es mudo, sin expresión alguna. La pólvora es de los caminos. Pongo esto: en la calle vacía, silenciosa, de muros altos de piedra, las pocas ventanas están selladas. A piedra y lodo. Pero uno siente que es observado cuando espera el pan en la tarde, cuando vuelve del trabajo y antes de llegar a casa empina la botella con el mezcal transparente.
Hay un polvo cargado de miradas que pesa lo suficiente para que uno descubra que es observado desde el silencio impenetrable. Las esquinas son gobernadas por las miradas. No tengo tiempo y pierdo el tiempo. Tengo una cita, un negocio, pero antes de salir a la calle, de enfrentar el silencio de mis vecinos, tengo esta premura por encender la máquina, descargar los dedos sobre las teclas, afilar el pensamiento y escribir cosas. Cualquier cosa. De un sitio, ya hablé de la calle de mi casa.
De un recuerdo, el del patio de la casa de mis padres. De alguien, de los ojos que me observan y me siguen, pendientes siempre de todos mis movimientos. De aquello, mi infancia en la tierra donde nacieron mis padres. En todo esto escucho el ruido de la cacerola del perro, el peltre. El ruido es hueco, pero suena a fierro. Resulta que las palomas se comen el alimento de mi perro. En las mañanas me resulta difícil despertar luego del desvelo, es el ruido de la cacerola que brinca en el patio cargada de palomas y picotazos el que me despierta.

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