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martes, diciembre 24, 2024

Autobiografía. Cierta tarde en Santo Domingo

Reportajes

César Rito Salinas

La poeta Carmen Boullosa me dijo una tarde en Santo Domingo, Oaxaca: deberías firmar tus libros como Rito Salimas.
Ella había llegado a leer su trabajo en el programa Poetas del Mundo Latino que, año con año, traía a la ciudad la participación de autores de prestigio, Juan Gelman, José Emilio Pacheco, Juan Bañuelos y un largo etcétera.
Me convertí en el guía de los poetas ebrios, en ese tiempo se abrían expectativas para el desarrollo de las letras locales, por aquellas fechas -finales de los 90- nada se sabía de editoriales o ferias el libro, mis compañeros escritores eran periodistas, funcionarios en el Instituto de Educación, vendedores de ropa en los tianguis, taxistas, que recorrían las colonias como gente animosa que gustaba del relajo y los desvelos, la parranda.

  • Porque César Rito Salinas tiene el problema de que se junta tu nombre y tu apellido, suena como en diminutivo.
    Por esos años era corresponsal en Bahías de Huatulco, nada sabía de nombres individuales o de los nombres artísticos, la firma.
    Me acerqué a las letras porque quería saber, advertía una relación entre las palabras escritas, el sonido que escuchamos y aquello que llamamos realidad. Empecé a escribir en la adolescencia, en Salina Cruz, fui estudiante de la Escuela Secundaria Técnica Pesquera 20, en el edificio que construyó el gobierno de Echeverría en la colonia San Juan sobre la loma que delimita al panteón municipal con Playa Abierta.
    Allá fueron los primeros poemas, que fueron pura violencia, rencor.
    Huérfano de padre, un profesor me acercó al libro, la sicóloga de la escuela me enseñó el uso de la biblioteca. Mujer alta, blanca, de huesos largos y perfumados, cabello chino. ella llegaba a la escuela en “La Pochunguita”, un Renault 5 con palanca de velocidades al tablero, compacto de un amarillo huevo.
    Por ahí se me descompuso la vida, o se enderezó, cómo podré saberlo. La escuela funcionaba de seminternado, tenía clases por la mañana y la tarde, contaba con un barco para las prácticas de pesca, el Ferocemento -un invento cubano, sarroso, miserable-, que salía del puerto y regresaba sano y salvo porque dios es grande o porque la desgracia estaba muy ocupada en planear su maldad sobre las tierras del Istmo de Tehuantepec -se instaló la refinería petrolera Antonio Dovalí Jaime, la migración centroamericana, el tráfico de drogas- que, imagino, decidió perdonar la vida al grupo de chamacos muertos de hambre que se hacían a la mar.
    Por esos años, también, estaba la zona de cantinas y burdeles en contra esquina del palacio municipal. Se podía gozar de un domingo por la tarde en el cine con la novia, irla a dejar a su casa a las ocho de la noche y regresar por unas cervezas antes de que dieran la primera variedad de las once de la noche.
    El puerto tenía vida nocturna en dos cuadras, el cine, el parque, el California, las tortas de pierna con el Chino Li, la cancha de básquet dentro del palacio municipal, junto a la cárcel. Allí tocaban los viernes unos melenudos de pantalones acampanados, Lando y sus futuros. El mundo bajaba las cortinas a la medianoche, para abrir los ojos muy temprano, a las siete de la mañana, en la estación del tren por Barrio Nuevo, los rumbos de la iglesia de la Santa Cruz y la Biblioteca Aries.
    Pero escribir lo que se llama escribir fue la historia oculta, secreta; desconocida por la novia, los amigos o por la centroamericana Carmen, que me ofrecía un pedacito de su cama cada noche al terminar de ocuparse con sus clientes.
    En la escuela me interesó la acuacultura, el calendario de mareas, la oceanografía y los conceptos del mar, isocorrientes, isotermas; las influencias de los astros sobre el cuerpo marino, la biología maría. Me enteré de las fosas abisales, de la falla de San Andrés. Supe de los ríos submarinos y del Canal de Panamá, pero me ganaron el interés las letras.
    Hijo del monte que fui me hice en la biblioteca, me enamoro de las bibliotecarias, ganan mi tiempo y mi voluntad y no encuentro nada mejor que el libro como excusa para escribir poemas a la mujer que trabaja sobre atmósferas cargadas de moléculas de benzaldehído (vainilla) etilbenceno y tolueno.
    Sufro disfunción eléctrica cerebral, pero recupero la atención si me mantengo junto a un libro, las letras o el olor de la escritura impresa. De aquel tiempo de marinerito que fui, el mar me dejó la memoria olfativa. Puedo desempeñarme como catador de esencias y alcoholes, mezcales.
    En la secundaria fui estudiante becado, tenía ya el vicio de leer y el vicio secreto de la escritura, pero nada sabía de la industria cultural ni de las actividades editoriales, de esa forma de ganarse la vida frente a las letras.
    Entiendo que la mejor forma de asumir un oficio, ser oficial de un quehacer hasta la muerte, practicante de una actividad, será de estar desde los inicios despojado de todo interés, al sesgo. Con ese principio me salvé de terminar mis días como profesor sin fe de las palabras y los significados, maestro del taller de lectura y redacción, mentor de préstamos y figuras de la lengua; jubilado.
    Mi cabeza se guía por los espacios donde se expele el olor de los libros viejos -o nuevos. Mantengo el impulso de la adolescencia marinera, de los tiempos de allá en la colonia San Juan, de La ventosa, de las noches de baile en el burdel donde corre el aire caliente cargado de palabras.
    Escribo como quien va a misa o se toma la medicina para mantener a raya la enfermedad crónica; escribo para poder respirar.
    Cuando llegaban los poetas a la ciudad, en aquel tiempo de Poetas del Mundo Latino, los imaginaba miembros de la corte saltimbanqui, locos, vagabundos, agradecía su presencia -tengo amigos, maestros escritores ya finados-, pero marqué distancia con ellos porque siempre me incomodó esa forma expuesta de la escritura y la persona, esa suerte de performance de políticos en campaña.
    Cuando Carmen Boullosa me preguntó en santo Domingo si ya había pensado en mi nombre artístico para firmar mis libros no supe qué responder, para mí que el nombre que me habían dado mi madre y mi padre estaba bien, ¿por qué en las letras habría de cambiarlo? No le encontré sentido, dejar de ser mi persona y asumir el nombre de alguien que no era. Con ese otro nombre cómo sería mi escritura. No lo sé, no la imagino; me reconozco municipal, poco urbanizado, entiendo el mundo por el nombre de las cosas y no por escándalos promiscuos guiados por industrias culturales.
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