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viernes, octubre 18, 2024

Bazendu

Reportajes

para Ray y Marina 

Tiene ya sus días que el Bazendu me viene a inoportunar con sus carreras y sus chillidos fieros. La última vez me deshebró los quesos y los enrolló a la loca, profiriendo gemidos de satisfacción. A mis tortillas las picó con el dedo, dándoles forma de adorno de mesa compuesto con papel picado. Como no disponía de tiempo, así me fui al Mercado con mi venta, y para no hacer el ridículo dije que, invento mío, las bolas se llamaban quesillo, y las tortillas perforadas y chatas, totopos. 

Incorregible, ha estado hurgando entre mi ropa y rasgándola, sin consideración alguna; sale de mi cuarto enfundado en unos calzoncillos que le quedan sumamente holgados, y con una playera excesivamente grande para su reducida estatura. Ahí anda el Bazendu, interrumpiendo la luz y haciendo explotar los focos con tan solo tocarlos con su manita dura y regordeta. Llevaba varios días sin dormir tratando de ponerle solución a este problema, hasta que se me ocurrió proveerlo de unas bolas de hilo para mantenerlo entretenido tejiendo y destejiendo una especie de telas de araña a las que es muy afecto, y en una de tantas lo encontré despatarrado en una de las redes que tejió. 

Con el tiempo fue perfeccionando la hechura de esa especie de estera inestable, hasta que consiguió que su artificio fuera de una comodidad tal que, montado sobre de él, pude resolver de una vez y para siempre mis problemas de insomnio. Así, de manera fortuita, el Bazendu y yo inventamos la hamaca. 

Cuando Nita llegó a mi vida, el Bazendu se hacía ojo de hormiga por las noches, y aquella red de mitote cumplía la misión de servirnos de trapecio para las infinitas formas que encontramos de encuacharnos alegre y saludablemente; algunas veces ella encima; otras, yo, con el cuidado de no apoyarle el lastre de mi peso mayor. Un ejercicio de especiales recuerdos es aquel donde yo me extendía atravesado sobre la hamaca y ella, tomada de los extremos que se sujetan a algún horcón o morillo, abrazada a mí con sus piernas, cobraba y largaba la hamaca causando en nosotros la sensación de un torbellino capaz de hundirnos y salvarnos al mismo tiempo de esa marejada de deseo abierta y descomunal. 

Por suerte conservo su nombre: Nitani que yo abreviaba como Nita, para agradecerle aquella magia de hacerme feliz y de permitirme hacerla feliz a ella. Nita nunca vio al Bazendu; por lo menos, al mío nunca lo vio. Supongo que yo tampoco pude ver el de ella, ataviado como linda princesa de los paseos de estandarte y las regadas de fruta. Aunque lo más seguro es que nuestros bazendus sí se hayan visto, y hasta hayan cumplido el rito de impudicia, viéndonos a nosotros despotricar contra la monotonía sobre las lianas tejidas de su concupiscente herencia. 

Los recuerdos del Bazendu me hacen regresar con frecuencia al “lugar de las flores”, veo pasar a alguno con un cesto en la cabeza y una flor en el pabellón esplendente con el que simula no oír. Ahora hasta hace venta de las travesuras que inventó para mí. Lo escucho gritar “quesillo”, “quesillo”; “maca, manita, maca”, y no me atrevo a replicar el motivo de su venta, puesto que, aquello que fue motivo de mi felicidad, no tiene razón ni intención de reclamo. Pienso para mí: el Bazendu es un rebelde sin remedio, bendito Dios, que siga siendo así.

Fer Amaya

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